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La cosa más grande en el mundo

La cosa más grande en el mundo

Primera parte

Introducción

Yo estaba pasando unos días con un grupo de amigos en una casa de campo durante mi visita a Inglaterra en el año 1884. Un domingo por la noche, al estar sentados cerca del hogar, me pidieron que leyera y expusiera alguna porción de las escrituras. Yo estaba algo cansado por las actividades de los servicios del día; por eso les dije que le pidieran a Henry Drummond, quien también estaba con nosotros, que él lo hiciera. Él sacó un Nuevo Testamento del bolsillo, lo abrió a 1 Corintios 13, y empezó a hablar sobre el tema del amor.

A mí me pareció que jamás había escuchado algo tan bello y entonces me propuse no descansar hasta que trajera a Henry Drummond a Northfield para que expusiera ese mensaje. Desde entonces he pedido a todos los directores de mis escuelas que les lean a los alumnos este mensaje todos los años. La gran necesidad en nuestra vida cristiana es el amor; más amor a Dios y los unos a los otros. Ojalá que todos nos mudáramos a ese capítulo del amor y que nos quedáramos a vivir allí.

—D. L. Moody

1 Corintios 13

Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.
El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño. Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido.
Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.

El amor: La cosa más grande en el mundo

Todo el mundo se ha hecho esta misma pregunta: ¿Qué es el Summum Bonum —el supremo bien? Tú tienes la vida delante de ti. La podrás vivir una sola vez. ¿Cuál es el objeto más noble que se puede desear, la suprema virtud que se puede codiciar?

Nos hemos acostumbrado a escuchar que la cosa más grande en el mundo religioso es la fe. Esta palabra ha sido por siglos la palabra clave de la religión popular. Y nos hemos acostumbrado a pensar que la fe es la cosa más grande en el mundo. Pues, estamos equivocados. Si creemos que la fe es la cosa más grande entonces pudiéramos no alcanzar la meta. En 1 Corintios 13, Pablo nos lleva a la fuente del verdadero cristianismo… y allí vemos que “el mayor de ellos es el amor”.

En los versículos escritos anteriormente el apóstol Pablo se refirió a la fe. Él escribió: “Si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy”. Lejos de ser descuidado, él deliberadamente hace un contraste: “Ahora permanecen la fe, la espe­ranza y el amor”. Y sin meditarlo mucho entonces él expone la decisión final: “El mayor de ellos es el amor”.

Esta definición de Pablo no demostró ser un prejuicio. El hombre es muy pro­penso a hacer que otros vean en él su característica más fuerte. El amor no era una característica fuerte en la vida de Pablo. Un estudiante cuidadoso de la Biblia puede detectar la ternura que crece y se madura en el carácter de Pablo a medida que él va envejeciendo. Sin embargo, la mano que escribió: “El mayor de ellos es el amor”, cuando primero la notamos, está manchada de sangre.

Ni tampoco es esta carta a los corintios el único escrito que destaca al amor como el Summum Bonum. Las obras maestras del cristianismo todas concuerdan sobre esto del amor. Pedro dice: “Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor” (1 Pedro 4.8). Y Juan va aun más allá; él dice: “Dios es amor” (1 Juan 4.8).

También debemos recordar la observación tan profunda que Pablo hace en otra parte cuando escribió: “El cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13.10). ¿Alguna vez te has preguntado qué quiso él decir con eso? En aquellos días los hombres se ganaban la gloria eterna mediante la obediencia a los diez mandamientos y los otros ciento diez mandamientos que habían sacado de estos primeros. Cristo vino y mediante su ejemplo y enseñanzas dijo algo como lo que escribiré a continuación: “Les mostraré una forma más sencilla. Si hacen una sola cosa, ustedes estarán cumpliendo estas ciento diez cosas sin siquiera pensar en ellas. Si aman, sin pensarlo, estarán cumpliendo con toda la ley.”

Tú puedes darte cuenta que en verdad es asimismo. Considera cualquiera de los diez mandamientos. Por ejemplo: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20.3). Si una persona ama a Dios en realidad uno no necesitará decirle eso. El amor es el cumplimiento de esa ley. “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano” (Éxodo 20.7). ¿Acaso se atrevería uno a pronunciar el nombre del Señor a la ligera si lo amara? “Acuérdate del día de reposo para santificarlo” (Éxodo 20.8). ¿Acaso no estaría uno muy agradecido como para dedicar un día de cada siete a exclusivamente el objeto de su afección? El amor cumplirá con todas esas leyes respecto a Dios.

Y de esa manera, si una persona amara a los hombres, tú nunca pensarías en decirle a esa persona que honrara a su padre y a su madre. Esa persona no podría hacer otra cosa. Sería absurdo pedirle que no matara. No sería necesario decirle que no debiera robar —¿cómo podría robar al que ama? Sería super­fluo pedirle que no hablara contra su prójimo falso testimonio. Si lo amara sería la última cosa que haría. Y nunca te atreverías a sugerir que no debiera codiciar lo que tiene su prójimo. Él preferiría que ellos lo tuvieran y no él. En esta manera “el cumplimiento de la ley es el amor”. Es la regla para el cumplimiento de todas las reglas, el nuevo mandamiento para guardar todos los mandamientos antiguos, la clave de Cristo para la vida cristiana.

En 1 Corintios 13 Pablo nos da el informe más maravilloso y original que pueda existir sobre el Summum Bonum. Nosotros podríamos dividir este capítulo en tres partes. En el principio de este capítulo tenemos el amor contrastado; en el corazón del mismo tenemos el amor analizado; y al final del capítulo tenemos el amor defendido como el don supremo.

El contraste

Pablo contrasta el amor con las cosas que los hombres estiman muy importantes. No voy a tratar de repasar todas estas cosas en detalle porque queda claro que el amor es mayor que cualquiera de esas cosas.

Pablo contrasta el amor con la elocuencia. Y ¡qué noble virtud es la elocuencia —el poder de estimular los propósitos buenos y los hechos santos en el alma y la voluntad de los hombres! Sin embargo, Pablo dice: “Si yo hablase lenguas humanas y angé­licas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13.1). Todos sabemos el porqué. Todos hemos sentido la desvergüenza al decir palabras sin alguna buena emoción; el vacío, la inexplicable falta de persuasión y todo lo que acompaña a la elocuencia que no es respaldada con amor.

Pablo contrasta el amor con la profecía. Lo contrasta con los misterios.

Pablo también contrasta el amor con la fe. ¿Por qué el amor es más grande que la fe? Debido a que el objeto es mucho más grande que los medios. ¿De qué nos sirve tener fe? Es para conectar el alma con Dios. ¿Y cuál es el objeto de conectar al hombre con Dios? Para que el hombre pueda crecer en la semejanza de Dios. Y Dios es amor. Así que la fe es también un medio para que el hombre ame. Por lo tanto, el amor obviamente es más grande que la fe. “Si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy” (1 Corintios 13.2).

Pablo contrasta el amor con la caridad; tener benevolencia hacia el prójimo. ¿Y por qué es más grande el amor que la caridad? El amor es más grande que la caridad porque la totalidad de una cosa es más grande que una parte de ella. La caridad es solamente un poquito de amor, una de las innumerables avenidas del amor. Existe una gran cantidad de caridad sin amor. Es una cosa muy fácil tirar una moneda a un mendigo en la calle; generalmente es más fácil que no hacerlo. Al costo de la moneda compramos alivio de los sentimientos de lástima ocasionados por el espectáculo de miseria que tenemos ante nuestros ojos. Es demasiado barato —demasiado barato para nosotros, y muchas veces demasiado caro para el mendigo. Si de veras lo amáramos entonces haríamos más que sólo tirarle una moneda. Por eso, “si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres (...) y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13.3).

De ahí Pablo contrasta el amor con el sacrificio y el martirio: “Si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Corintios 13.3). El misionero no puede llevar cosa más grande a los paganos que la impresión y la reflexión del amor de Dios en su propio carácter. El amor es la lengua universal. El misionero tiene que estudiar por años para aprender otro idioma. Sin embargo, desde el primer día que él está con la gente entonces ese idioma del amor será entendido por todos y estará vertiendo su elocuencia.

El hombre es quien hace de misionero, no sus palabras. Su carácter es su mejor mensaje. En el corazón del país de África, en medio de los grandes lagos, me he encontrado con hombres y mujeres que recuerdan al único misionero que habían visto antes —a David Livingstone; y al cruzar los pasos que él dejó en ese continente negro puedo ver las caras de esas personas iluminarse al hablar de aquel hombre que pasó por allí hace muchos años. Ellos no lo podían entender, pero todos sentían el amor que palpitaba en su corazón. Sabían que era amor, aunque no habló su idioma.

Acepta dentro de la esfera de tu trabajo, donde planeas pasar tu vida, ese encanto tan simple; el amor de Dios. Si así haces, el trabajo de toda tu vida será un éxito. No puedes encontrar nada más grande... y no debes contentarte con nada menos. Este amor te fortalecerá para hacer cualquier sacrificio. Pero no olvides que tú puedes dar hasta tu cuerpo para ser quemado, que si no tienes amor, de nada te servirá a ti mismo ni a la causa de Cristo.

El análisis

Después de contrastar el amor con cosas de menos importancia, Pablo, en tres versículos muy cortos, nos da un increíble análisis de lo que es esta cosa suprema.

Te pido que fijes bien la vista en esa cosa suprema. Es una cosa compuesta, nos quiere decir Pablo. Es como la luz. Cuando un científico pasa un rayo de luz a través de un prisma, sale del otro lado del prisma todos los colores del arco iris —rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta. Así Pablo pasa esta cosa, el amor, a través del magnífico prisma de su intelecto inspirado y sale del otro lado el amor descompuesto en todos sus elementos.

En estas breves palabras tenemos lo que uno llamaría el espectro del amor, el análisis del amor. ¿Acaso puedes ver todos sus elementos? ¿Es que acaso no te das cuenta que tienen nombres comunes, que son virtudes de las cuales escuchamos todos los días? ¿Acaso puedes darte cuenta que son cosas que pueden ser practicadas por todo hombre y por toda la vida? ¿Es que no ves que el Summum Bonum es formado por muchas cosas pequeñas y virtudes ordinarias?

El espectro del amor tiene nueve ingredientes:

La paciencia, la amabilidad, la generosidad, la humildad, la cortesía, el desinterés, el buen genio, la sencillez, la sinceridad —estas virtudes forman el don supremo, la estatura del hombre perfecto.

Tú observarás que todas estas expresiones del amor tienen que ver con lo que conocemos y entendemos. No tienen que ver con lo que no podemos entender. Nosotros escuchamos mucho del amor a Dios. Y también Cristo habló mucho del amor al prójimo. Hablamos mucho de tener paz con el cielo. Pero Cristo habló mucho de tener paz en la tierra. El amor en la religión verdadera no es una cosa fingida, sino el aliento de un espíritu eterno a través de este mundo temporal. La cosa suprema, en pocas palabras, no es nada más ni nada menos que un lustre glorioso que se muestra por medio de las muchas palabras que hablamos cada día y los numerosísimos hechos que hacemos a diario.

La paciencia. La paciencia es la actitud del amor: el amor espera a comenzar; no tiene prisa; es calmado. El amor está listo para hacer su trabajo cuando llega el llamamiento, pero mientras tanto viste el ornamento de un espíritu apacible y humilde. El amor todo lo sufre, todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera. El amor en­tiende… y por esto espera.

La amabilidad. El amor es activo. ¿Has notado alguna vez cuánto de la vida de Cristo se pasó en hacer cosas amables? Haz un repaso de su vida con esto en mente y encontrarás que Cristo dispuso una gran porción de su tiempo simple­mente haciendo a otros felices, haciendo favores para otros. Sólo hay una cosa más grande que la felicidad en el mundo, y ésa es la santidad.

La cosa más grande que un hombre puede hacer por su Padre celestial es ser amable con los demás hijos de Dios. Yo me pregunto: ¿Por qué es que no somos más amables? ¡Cuánto lo necesita el mundo! ¡Cuán fácilmente se hace! ¡Cuán instantáneamente se ven los efectos de ser amable con los demás!

“El amor nunca deja de ser.” El amor es éxito, el amor es felicidad, el amor es vida. El amor es la energía de la vida. La vida, con todo su gozo y toda su tristeza, es nuestra oportunidad de aprender a amar.

Donde está el amor, está Dios. El que perma­nece en amor, permanece en Dios. Dios es amor. Por lo tanto, ama tú. Sin hacer distinción, sin demorar. Dáselo abundantemente a los pobres y a los ricos (quienes a menudo lo necesitan más). Sobre todo, ama a tus compañeros (a quienes a veces amamos menos).

Hay una diferencia entre tratar de agradar y dar placer. Da placer a otros. No pierdas las oportuni­dades que se te presentan de dar placer a otros. El privilegio de dar placer es el triunfo de un espíritu que en verdad ama. Tú pasarás por este mundo solamente una vez. Por lo tanto, cual­quier cosa buena que puedas hacer o cualquier amabilidad que puedas mostrar a un ser humano, hazlo ahora. No descuides las oportunidades porque no pasarás por aquí otra vez.

La generosidad. “El amor no tiene envidia.” El amor no hace competencia con otros. No importa cuál obra pretendas hacer. Tú vas a encon­trar a otros haciendo la misma clase de obra y probablemente haciéndola mejor que tú. No los envidies. La envidia es un sentimiento que le desea el mal a otros. La envidia, uno de los vicios más despreciables de todos los que puede ocultar el alma del cristiano, nos espera al comienzo de cada obra que intentamos hacer, a menos que estemos fortalecidos con la gracia de la generosidad. Hay sólo una cosa que de veras el cristiano necesita envidiar —un alma que “no tiene envidia”.

La humildad. Después de aprender a vivir sin envidiar a nadie entonces tú tienes que aprender una cosa más; la humildad. La humildad pone un sello sobre tus labios y te hace olvidar lo que has hecho. Después que has sido amable, después que has mostrado amor al mundo y has hecho una obra bella entonces regresa a la sombra otra vez y no digas nada de lo que has hecho. El amor se esconde hasta de sí mismo. “El amor no es jactancioso, no se envanece.” La humildad —el amor escondido.

La cortesía. La cortesía es el amor en la sociedad, es la etiqueta de la misma. Es amor en cosas pequeñas. “El amor (...) no hace nada indebido.”

El amor no puede hacer nada indebido. Si una persona sin nada de cultura se encuentra entre gente de una educación elevada entonces el amor hace que la misma no se comporte indebida­mente porque ese mismo amor está en su corazón para ayudarle. Alguien dijo de Robert Burns (poeta escocés) que no había caballero más genuino que él. Era porque él amaba a todo —el ratón, la margarita; todas las cosas, grandes y pequeñas, que Dios había hecho. Así que, con este pasaporte sencillo Robert Burns podía entrar en cortes y en palacios… mientras que él vivía en una casita en las orillas del río.

Tú conoces el significado de la palabra caba­llero. Significa un hombre amable —un hombre que hace las cosas amablemente, con amor. Este es el misterio de la cortesía. “El amor (...) no hace nada indebido.”

El desinterés. “El amor no busca lo suyo.” Nota esto aquí: no busca ni lo que le pertenece. Nosotros estimamos demasiado a nuestros derechos. Sin embargo, tenemos que hacer caso al derecho más alto —él de renunciar nuestros derechos.

No es tan difícil renunciar a nuestros derechos. La cosa más difícil es renunciar a nosotros mismos. Y lo más difícil es no buscar cosas para nosotros mismos ni justificarnos en ninguna forma. Muchas veces después que las hemos buscado, comprado, ganado, merecido y que hemos sacado lo mejor de ellas para nosotros mismos entonces se nos hace difícil renunciar a ellas. De manera que cuando no buscamos nuestras propias cosas ni tampoco velamos por nuestros propios intereses, sino por los intereses de los demás, esto sí es difícil. “¿Y tú buscas para ti grandezas?” (Jeremías 45.5). Esta es la pregunta que hace el profeta. La respuesta es: “No las bus­ques”. ¿Por qué? Porque la única grandeza es el amor sin egoísmo. Aun la abnegación en sí no es nada. Solamente el amor puede validar la abnegación.

Yo siempre he dicho que es más difícil no buscar nuestro bienestar de ninguna forma que después de haberlo encontrado entonces tener que renunciar al mismo. Pero es más difícil solamente para el corazón egoísta. Nada es difícil para el amor no fingido.

Yo creo que el yugo de Cristo es fácil de llevar. Y yo también creo que llevar su yugo es la vida más feliz que existe en este mundo. La lección más obvia en la enseñanza de Cristo es que no hay felicidad en tener o recibir cualquier cosa, sino sólo en dar. Yo me repito a mí mismo que no hay felicidad en tener o recibir, sino sólo en dar. Casi todo el mundo está equivocado en su búsqueda de la felicidad. Ellos piensan que consiste en tener y recibir, y en ser servidos por otros. Muy al contrario; consiste en dar y en servir a otros. Cristo dijo: “El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor” (Mateo 20.26). Y para el que quiera ser alegre, que recuerde que no hay más que una forma: “Más bienaven­turado es [más felicidad hay en] dar que recibir” (Hechos 20.35).

El buen genio. “El amor (...) no se irrita.” ¿Qué podría ser más sorprendente que saber que el buen genio es algo que Dios requiere? Nos inclinamos a mirar al mal genio como una debilidad sin ningún perjuicio. Hablamos de ello como una mera falta de la naturaleza, una falla común, una cosa de temperamento y no una cosa de tomar muy en serio cuando evaluamos el carácter de una persona. Pero aquí, en medio de este análisis del amor también se menciona algo que tiene que ver con nuestro genio. Además, la Biblia una y otra vez condena al mal genio como uno de los elementos más des­tructivos de la naturaleza humana.

Lo extraño del mal genio es que es el vicio de los virtuosos. Es muy a menudo la única mancha en un carácter noble. De seguro tú conoces a hombres que son casi perfectos y también mujeres que serían per­fectas, pero no lo son debido a un temperamento muy enojadizo y una disposición de pólvora. Esta mezcla de un mal genio con un carácter de alta moralidad es uno de los más extraños y tristes problemas de la ética humana. La verdad es que hay dos clases de pecado —los pecados del cuerpo y los pecados de la disposición.

El hijo pródigo es un ejemplo de los pecados del cuerpo; el hermano mayor, de los de la disposición. La sociedad no vacila en decir cuál es el peor. Su veredicto cae sin lugar a dudas sobre el hijo pródigo. Pero, ¿estamos en lo correcto? Ninguna forma de corrupción —ni la mundanería, ni la avaricia del oro, ni siquiera la borrachera— hace más perjuicio en la sociedad que el mal genio. No hay nada más hábil que el mal genio para amargar la vida, para fragmentar comunidades, para destruir las relaciones más sagradas, para devastar hogares, para destruir a hombres y a mujeres, para quitar el vigor de la niñez… y para producir pura miseria.

Nota la vida del hermano mayor en la historia del hijo pródigo. Él era muy moral, trabajador y muy celoso en cuanto a todo. Ahora observa a este mismo hombre esperando fuera de la puerta de la casa de su padre. La Biblia dice que él “se enojó, y no quería entrar” (Lucas 15.28). También nota el efecto de gozo que había en el padre, en los sirvientes, y la felicidad que sentían los invitados. Ahora juzga el efecto que había en el hijo pródigo. ¡Y cuántos hijos pródigos no quieren entrar al reino de Dios por culpa del carácter tan malo de los que profesan estar adentro y no son un buen testimonio para ellos! ¿Qué ves al analizar la mala cara del hermano mayor? ¿Qué hay dentro de su corazón? Los celos, el enojo, el orgullo, la falta de caridad, la crueldad, la justicia propia, la irritación, la terquedad, el mal humor —estos son los pecados de esta alma oscura y sin amor.

Estos son también los pecados de la persona que tiene mal genio. Juzga si vivir en tales pecados de la disposición no sea peor que vivir en los pecados de la carne y si acaso eso no sea para otros más difícil de soportar. En verdad, ¿acaso no dijo Cristo que “los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios?” (véase Mateo 21.31). Realmen­te no hay lugar en el cielo para una disposición como ésta. Un hombre con tal temperamento sólo haría del cielo un lugar miserable para todos allí. Por lo tanto, a menos que tal hombre nazca de nuevo, no puede entrar al reino de los cielos.

La disposición de una persona revela si tiene amor en el corazón o si no lo tiene. El mal genio es la fiebre intermitente que habla de una enfermedad no intermitente en el interior de la persona. Es la burbuja que sale a la superficie de vez en cuando y delata la podredumbre que hay debajo. Es una muestra de los productos más escondidos del alma que sale involuntariamente cuando no se está en guardia. Es la forma impe­tuosa de unos cien pecados horrendos. Una falta de paciencia, una falta de generosidad, una falta de cortesía; todos son instantáneamente representados en un mo­mento de mal genio.

Por lo tanto, no es suficiente tratar con el genio. Tenemos que ir a la fuente y cambiar la natura­leza interna, y de esta forma el mal genio morirá por sí mismo. Las almas se endulzan no por quitar los ácidos de ellas, sino por poner algo dulce dentro de ellas —un gran amor, un nuevo espí­ritu, el Espíritu de Cristo. Cuando el Espíritu de Cristo penetra en nuestro espíritu nos dulcifica, nos purifica y nos transforma. Este es el único remedio que puede quitar lo malo, lograr un cambio químico, renovar, regenerar y rehabi­litar al hombre interno. El poder de la voluntad no cambia al hombre. El tiempo tampoco lo cambia. Pero, Cristo, sí puede cambiar al hom­bre. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2.5).

Algunos de nosotros no tenemos mucho tiem­po que perder. Recuerda una vez más que esta es una cuestión de vida o muerte. Este asunto urge. “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar” (Mateo 18.6). Este es el veredicto del Señor Jesús: Es mejor no vivir que vivir sin amar.

La sencillez y la sinceridad. La sencillez es la virtud que necesitan las personas que viven sos­pechando de otros. Poseer esta virtud es el gran secreto para influir en la vida de otros.

Tú podrás darte cuenta, si piensas por un momento, que las personas que influyen en tu vida son las que creen en ti. En un ambiente de sospechas los hombres se marchitan; pero en un ambiente de sencillez se desarrollan y encuentran ánimo.

Es una cosa maravillosa saber que aquí y allá, en este mundo frío y sin amor, todavía quedan unas cuantas almas que no viven sospechando de otros. El amor “no guarda rencor”, sino que ve el lado positivo y no pierde la confianza en otros. ¡Qué deleite es vivir en ese estado de la mente! ¡Qué bendición poder encontrarse con una persona que viva de esta manera! Cuando otros le tienen confianza a usted entonces le da seguridad. Y si tratamos de influir en la vida de otros muy pronto veremos que nuestro éxito depende de la confianza que ellos tienen en nuestra confianza hacia ellos.

El amor “no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad” (1 Corintios 13.6). Yo he llamado a esto sin­ceridad. El que ama amará la verdad no menos que a los hombres. Se regocijará en la verdad —no se regocijará en lo que le han enseñado a creer; no en la doctrina de esta iglesia o en la de aquélla; no en este “ismo” o en aquel “ismo”; sino “en la verdad”. Él aceptará sólo lo que es verdadero; se esforzará por entender los hechos; buscará la verdad con una mente humilde y sin prejuicio; y atesorará todo lo que encuentre a costa de cualquier sacrificio. Es muy difícil definir este concepto con una sola palabra, y “sinceridad” realmente no es la más adecuada. Incluye también la abnegación que rehúsa aprovecharse de las faltas de otros; la compasión que no se deleita en exponer las debilidades de otros. Esto también incluye la sinceridad que se esfuerza para ver las cosas como son y se regocija al encontrarlas mejor que la sospecha temida o la calumnia denunciada.

* * *

Hasta aquí hemos hecho un buen análisis del amor. El pro­pósito de la vida es tener este amor impreso en nuestro carácter. Este es el trabajo supremo al cual tenemos que aplicarnos en este mundo: aprender a amar. ¿Acaso la vida no está llena de oportunidades para aprender a amar? Todo hombre y mujer tiene muchas oportunidades todos los días. El mundo no es un patio de recreo; es un aula de clase. La vida no es un día feriado, sino un día de educación. Y la gran lección eterna para todos es cómo podemos amar mejor.

¿Qué hace a la persona un buen jugador de fútbol? La práctica. ¿Qué hace a un hombre buen artista, buen escultor, buen músico? La práctica. ¿Cómo podemos desarrollar el carácter de Cristo que Dios ha puesto en nosotros los creyentes? La práctica. Nada más. No hay nada caprichoso acerca de la religión. Las mismas leyes que se aplican al desarrollo del cuerpo también se aplican al desarrollo de la mente. Si uno no ejercita su brazo, no desarrolla el mús­culo del bíceps; y si uno no ejercita su alma, no desarrolla ningún músculo en ella, ninguna fuerza de carácter, ningún vigor de fibra moral, y nada de belleza y crecimiento espiritual. El amor no es una cosa de emoción entusiasta. Es la expre­sión rica, fuerte, viril, vigorosa del carácter cristiano —la naturaleza de Cristo. Y para desarrollar este gran carácter en nosotros tene­mos que entregar­nos a la práctica incesante.

¿Qué hacía Cristo en el taller de carpintería? Practicaba. Aunque él era perfecto, leemos que él “aprendió la obediencia”, y creció en sabiduría y en favor con Dios (véase Hebreos 5.8).

Entonces, no te quejes de tu suerte en la vida. No te quejes de las penas que no cesan, de las molestias que tienes que soportar, de las pequeñas e innobles almas con que tienes que vivir y trabajar. Sobre todo, no resientas las pruebas; no te quedes perplejo porque parece que las mismas no dejan de acumularse alrededor de ti. Ésa es tu práctica. Ésa es la práctica que Dios ha escogido para ti; y él está obrando para hacerte paciente, humilde, generoso, sin egoísmo, amable y cortés. No rechaces la mano que está moldeando la imagen de Cristo dentro de ti. Esta imagen de Cristo se está haciendo más hermosa aunque tú no la ves; y cada prueba puede agregar a su perfección. Por lo tanto, mantente en medio de la vida. No te aísles a ti mismo. Trata de estar en medio de los hombres y en medio de las cosas de la misma forma que en medio de los problemas, las dificultades y los obstá­culos. Recuerda las palabras de Goethe (escritor y poeta alemán): “El talento se desarrolla en la soledad; el talento de oración, de fe, de medi­tación, de ver lo invisible. Pero el carácter crece en la corriente de la vida del mundo. Allí principalmente es donde se debe aprender a amar.”

Pero, ¿cómo aprenderemos a amar? Para expli­carlo mejor yo he nombrado algunos de los elementos del amor. Pero estas cosas son sólo elementos. El amor en sí nunca puede ser definido. La luz es algo que es más que la suma de sus ingredientes —es algo luminoso, deslumbrador y trémulo. Y el amor es algo más que todos sus elemen­tos —una cosa palpitante, vibrante, sensitiva y viviente. Por medio de la síntesis de todos los colores se puede hacer la blancura; pero no se puede hacer la luz. Por medio de la síntesis de todas las virtudes se puede hacer la virtud; pero no se puede hacer el amor. ¿Cómo entonces pode­mos lograr tener amor dentro de nuestras almas? Tratamos de imitar a los que lo tienen. Ponemos reglas en cuanto a ello. Observamos. Oramos. Pero estas cosas solas no producirán el amor. El amor es un efecto. Y únicamente al cumplir la condición correcta podremos lograr el efecto. ¿Cuál es la causa?

La Biblia dice: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4.19). Lo amamos a él, porque él nos amó primero. Fíjate bien en esa palabra porque. Esa palabra es la causa a la que me he estado refiriendo: “porque él nos amó primero”. El efecto sigue: lo amamos a él... y amamos a todos los hombres. No podemos evitarlo. Porque él nos amó, lo amamos a él y a todo el mundo. Nuestro corazón ha sido cambiado. Si tú contemplas el amor de Cristo, amarás. Párate enfrente de ese espejo, refleja el carácter de Cristo y serás cambiado en la misma imagen. No hay otra forma. No puedes amar a la fuerza. Si miras a Cristo, crecerás en su semejanza; amarás como él ama. Así que, mira a este Carácter Perfecto, esta Vida Perfecta. Mira el gran sacrificio de Cristo. Él se dio a sí mismo a través de toda la vida y sobre la cruz del Calvario; tienes que amarlo. Y amándolo, tú llegarás a ser como él.

El amor engendra amor. Es un proceso de inducción. Si tú pones un pedazo de hierro en la presen­cia de un cuerpo electrificado entonces esa pieza de hierro se electrifica también. Ese pedazo de hierro se convierte en un imán temporalmente en la mera presencia de otro imán con las características permanente de un imán. Mientras ambas piezas estén juntas entonces las dos serán imanes iguales. Es por eso que nosotros debemos permanecer al lado de aquel que nos amó y se dio por nosotros. Entonces nos convertiremos en imanes permanentes, una fuerza que atrae permanentemente. De manera que tanto y como él lo hizo, tú también atraerás a todos los hombres a ti. Y así de igual forma como él lo hizo, tú también serás atraído a todos los hombres. De esa manera el efecto del amor es inevitable. Cualquier hombre que cumple con esa causa tiene que tener ese mismo efecto producido en él.

Trata de renunciar a la idea de que la religión nos llega por fortuna, o por un misterio, o por capricho. La misma llega a nosotros por medio de leyes naturales, o por leyes sobrenaturales, porque toda ley es divina.

Eduardo Irving una vez fue a visitar a un mucha­cho que moría. Cuando él entró al cuarto sólo puso la mano en la cabeza del muchacho, y dijo:

—Mi muchacho, Dios te ama —y se fue.

El muchacho brincó de su cama y gritó a toda la gente en la casa, diciendo:

—¡Dios me ama! ¡Dios me ama!

¡Una sola frase cambió a ese muchacho! El sentimiento de que Dios lo amaba lo venció… y comenzó la creación de un nuevo corazón en él. Y es así que el amor de Dios derrite el corazón sin belleza en el hombre y engendra en él la nueva creación que es paciente, humilde, ama­ble y sin egoísmo. No hay otra forma para obtener la nueva creación que ama. Amamos a otros. Amamos a todos, aun a nuestros enemi­gos, porque él nos amó primero.

La defensa

Ahora tengo unos párrafos más que agregar acerca de la razón de Pablo al señalar el amor como la posesión suprema.

Todo esto constituye una razón muy notable. En una sola palabra se resume tal razón: perdura. Pablo escribió que “el amor nunca deja de ser” (1 Corintios13.8). De ahí comienza otra de sus listas maravillosas de las grandes cosas que hacen que el amor sea tan impresionante. Aquí Pablo expone cada una de estas cosas en una forma tan sencilla y clara que sus lectores muy poco tendrán que agregar. Repasa las cosas que los hombres pensaron que iban a durar para siempre y destaca el hecho que todas son pasajeras.

“Las profecías se acabarán.” En aquellos días el deseo de cada madre judía era que su hijo se convirtiera en un profeta. Durante cientos de años Dios no había hablado por medio de ningún profeta. De manera que en ese tiempo un profeta era más grande que un rey. Los hombres esperaban deseosos para que viniera otro mensajero para examinar sus palabras y obedecerlas como si ellas fueran la misma voz de Dios. Pero Pablo dice: “Las profecías se acabarán” (1 Corintios 13.8). La Biblia está llena de profecías. Una a una se han ido cumpliendo y “acabando”. Esto quiere decir que una vez que las profecías se cumplen entonces su misión también se ha cum­plido; no tienen nada más que hacer en el mundo excepto alimentar la fe de algún devoto.

“Cesarán las lenguas.” Esto era otra cosa muy codiciada en la antigüedad. Como todos sabemos, muchos siglos han pasado desde que las lenguas han sido conocidas en este mundo. Pero las lenguas van cesando. Esto se entiende como refiriéndose a los idiomas en general. Considera el idioma en que se escribió 1 Corintios 13 —el griego. Ya no existe el griego en la forma en que escribió Pablo. O piensa en el latín, que era la otra gran lengua en esos días. Cesó ya hace mucho tiempo. Piensa ahora en los dialectos e idiomas de muchos de los indios. Están cesando delante de nuestros ojos.

“La ciencia acabará.” La sabiduría de los antiguos, ¿dónde está? Está completamente borrada. Un niño de hoy en la escuela sabe más de lo que Sir Isaac Newton sabía; la sabiduría de Newton ya ha desaparecido. Cuando tú pones el periódico de ayer en el fuego; su ciencia desaparece. Hoy tú puedes comprar las ediciones viejas de las grandes enciclopedias por unos cuantos centavos; su “sabiduría” se ha desvanecido. Nota como las máquinas han suplantado el caballo y el carruaje. Observa también como la electricidad ha reemplazado tantas invenciones de los años pasados. “La ciencia acabará.”

En el patio trasero de muchos talleres tú podrás observar un montón de hierro viejo, unas cuantas ruedas y unas cuantas palancas; todas quebradas y corrompidas por el efecto del óxido. Hace veinte años esas cosas eran el orgullo de la ciudad. Muchos hombres venían del campo para ver la gran invención; ahora ya está reem­plazada con otra —su día ya ha pasado. Y toda la ciencia y la filosofía de hoy, de las cuales el hombre se jacta, pronto serán viejas.

¿Acaso tú puedes decirme de algo que va a durar? Existen muchas cosas que Pablo no estimó dignas de ser nombradas. No mencionó el dinero, la fortuna, la fama. Pero él eligió las grandes cosas de su tiempo, las cosas que los hombres pensaban que tenían algo de valor. Pablo puso todas estas cosas un lado.

Pablo no tenía nada en contra de estas cosas en sí. Solamente dijo de ellas que no iban a durar. Eran grandes cosas, pero no eran supremas. Había otras cosas que perdurarían más allá que estas otras. Lo que somos se extiende más allá de lo que hacemos, más allá de lo que poseemos.

Muchas cosas a las que los hombres se apegan no son pecaminosas; pero son temporales. Y eso es un argumento favorito del Nuevo Testamento. Juan dice del mundo, que el mismo “pasa”. Hay mucho en el mundo que es delicioso y bello; hay mucho en él que es grande, pero no durará. Todo lo que hay en el mundo, los deseos de los ojos, los deseos de la carne y la vanagloria de la vida son sólo por un ratito. Por lo tanto, no ames al mundo. Nada de lo que contiene es digno de la vida y la consagración de un alma inmortal. El alma inmortal tiene que darse a algo inmortal. Y las únicas cosas inmortales son éstas: “Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor” (1 Corintios 13.13).

Algunos piensan que pueda llegar el tiempo cuando dos de estas tres cosas pasarán también —la fe cambiará a vista y la esperanza a realidad. Pablo no dice así. Nosotros sabemos sólo un poquito ahora de las condiciones de la vida que ha de venir. Pero lo que es seguro es que el amor durará. Dios, el eterno Dios, es amor. Por lo tanto, codicia tener ese don eterno, esa única cosa que por seguro va a durar, esa única moneda que estará en circulación en el universo cuando todas las otras monedas de todas las naciones serán inútiles y sin valor alguno. Si te das a muchas cosas; date primero al amor. Deja que la primera gran meta de tu vida sea lograr el gran carácter del amor —el carácter de Cristo.

Ya he dicho que el amor es eterno. ¿Alguna vez has notado cuán constantemente Juan habla del amor y la fe junto con la vida eterna? Cuando yo era muchacho no me dijeron que: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree (...) tenga vida eterna” (Juan 3.16). Lo que se me dijo, y que yo bien recuerdo, era que tanto amó Dios al mundo que si yo confiaba en él entonces iba a tener una cosa llamada paz. Yo iba a tener descanso, gozo y también seguridad. Pero tuve que averiguar por mí mismo que cualquiera que confía en él, eso es, cualquiera que lo ama —porque la confianza es la única avenida al amor— tiene vida eterna.

El evangelio le ofrece al hombre la vida. Nunca dejes que el evangelio te ofrezca sólo un poquito. No permitas que te ofrezca solamente gozo, o sólo paz, o sólo descanso, o sólo seguridad. Dile a las demás personas que Cristo vino a darle al hombre una vida más abundante de la que tiene, una vida abundante en amor, y por eso es también abundante en salvación. Es así únicamente que el evangelio puede tener dominio del todo de un hombre —cuerpo, alma y espíritu.

Mucho de lo que se predica como evangelio hoy en día se dirige sólo a una parte de la naturaleza del hombre. Ofrece la paz, no la vida; la fe, no el amor; la justificación, no la regene­ración. Y los hombres se deslizan de tal religión, porque realmente nunca los asió. Su naturaleza no estaba toda en ella. No ofrecía una vida más profunda que la que habían llevado antes. Seguramente es razonable que solamente un amor más completo puede competir con el amor del mundo.

Amar abundantemente es vivir abundante­mente. Y amar por siempre es vivir por siempre. Por lo tanto, la vida eterna está estrechamente relacionada con el amor. Queremos vivir por siempre por la misma razón que queremos vivir mañana. ¿Por qué queremos vivir mañana? Es porque hay alguien que te ama y a quien quieres ver mañana; quieres estar con él y amarlo. No hay otra razón por la que debemos seguir viviendo sino sólo la razón de que amamos y somos amados. Es cuando un hombre cree que no tiene quien lo ama que enfrenta la tentación de suicidarse. Mientras tenga amigos, los que lo aman y a quienes él ama, vivirá, porque vivir es amar. Aunque sea sólo el amor de un perro, lo mantendrá con vida. Pero si se quita eso entonces ya no tiene razón para vivir. Muere por su propia mano.

La vida eterna también es conocer a Dios… y Dios es amor. Medita en estas palabras de Jesús: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17.3). El amor tiene que ser eterno porque eso es lo que es Dios, eterno. A fin de cuentas, entonces, el amor es vida.

El amor jamás dejará de existir; y la vida jamás dejará de existir mientras haya amor. El amor es la cosa suprema porque siempre va a perdurar; es vida eterna. El amor es algo que nosotros vivimos ahora, no algo que obtenemos cuando morimos. Y no tendremos oportunidad de obtenerlo cuando morimos a menos que lo estemos viviendo ahora en esta vida. No hay peor destino que le puede tocar a una persona que vivir y envejecerse sola, sin amar y sin ser amada. Estar perdido es vivir en una condición no regenerada, sin amor y sin ser amado. Pero el que habita en amor también habita en Dios, porque Dios es amor.

Ya casi estoy terminando. ¿Cuántos de ustedes se unirán a mí para leer 1 Corintios 13 una vez por semana durante los próximos tres meses? Un hombre hizo eso una vez y cambió su vida entera. ¿Lo harás tú? Este capítulo habla de la cosa más grande en el mundo. Tal vez puedas comenzar leyéndolo todos los días, especial­mente los versículos que describen el carácter del amor: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactan­cioso…” Agrega estos ingredientes a tu vida. Entonces todo lo que tú haces será eterno. Vale la pena leer este capítulo a diario. Ningún hombre puede convertirse en un cristiano ma­duro sólo por un sueño; tiene que cumplir con la condición requerida. Tiene que orar y meditar. Igual que cualquier desarrollo, ya sea corporal o mental, la madurez espiritual requiere prepara­ción y cuidado.

Al mirar atrás en tu vida tú vas a encontrar que los momentos que sobresalen han sido los momen­tos en que has hecho algo con un espíritu de amor. A medida que tu memoria sondea el pasado sobresalen, sobre todos los placeres de la vida, esas horas cuando has podido hacer bondades a las personas a tu alrededor, sin recibir ningún reconocimiento de los hombres.

Yo he visto muchas cosas hermosas que Dios ha hecho; he disfrutado de casi todo placer que él ha planeado para el hombre. Y aun así, al mirar hacia atrás veo que sobresalen en toda mi vida cuatro o cinco experiencias cortas cuando el amor de Dios se reflejó en mi vida por algún acto pequeño de amor que hice. Y estas experiencias parecen ser las únicas cosas eternas en la vida de uno. Todo lo demás en toda nuestra vida es transitorio. Todo otro bien es imaginario. Pero los actos de amor que ningún hombre sabe y que jamás puede saber —estos nunca fallan.

En el libro de Mateo se nos da una descripción acerca del día del juicio. Allí aparece uno sentado en un trono que está dividiendo las ovejas de las cabras. Y la prueba si son ovejas o cabras no es cómo han creído, sino cómo han amado. La prueba de la religión no es la religiosidad, sino el amor. Yo digo que la prueba final de la religión en ese gran día será cómo he cumplido las caridades comunes de la vida. No seremos juzgados solamente por lo que hemos hecho, sino que también por lo que no hemos hecho. Rehusar dar amor es negar al Espíritu de Cristo; es la prueba de que nunca lo conocimos, de que para nosotros él vivió en vano. Significa que ninguna vez estuvimos lo suficientemente cerca de él como para ser encantados por su compasión por el mundo.

Todas las naciones se reunirán ante la pre­sencia del Hijo del hombre. Allí en la presencia de toda la humanidad recibiremos nuestra sentencia. Todos a quienes hemos ayudado estarán allí; y allí también estará la multitud de los que hemos despreciado. No se necesitarán otros testigos; nuestra falta de amor testificará contra nosotros.

No te engañes. Las palabras que algún día todos hemos de escuchar sonarán no sólo a causa de la teología, sino también por causa de la vida eterna; no sólo a causa de los credos y las doctrinas, sino también por causa del abrigo y la comida para los pobres; no sólo a causa de lo que dice en nuestras Biblias, sino también por causa de esos vasos de agua fría que debemos dar en el nombre de Cristo.

Gracias a Dios que los cristianos verdaderos de hoy en día se están acercando más a los necesitados del mundo. Vive para ayudar en eso. Gracias a Dios también que los hombres todavía pueden saber quién es Cristo, dónde está Cristo y quiénes son de Cristo.

¿Quién es Cristo? El que alimentó a los hambrientos, vistió a los desnudos y visitó a los enfermos.

¿Dónde está Cristo? “Cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (Mateo 18.5).

¿Quiénes son los de Cristo? “Todo aquel que ama, es nacido de Dios” (1 Juan 4.7).

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