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El martirio de Policarpo de Esmirna

La agora de Esmirna, ciudad de Policarpo

Policarpo era ministro en Esmirna

Leemos en El Apocalipsis que el Señor ordenó a su siervo Juan que escribiera unas cuantas cosas al ángel de la iglesia en Esmirna, para amonestar al líder y a los miembros, diciendo: “El primero y el postrero, el que estuvo muerto y vivió, dice esto; Yo conozco tus obras, y tú tribulación, y tú pobreza… No temas en nada lo que vas a padecer. He aquí, el diablo echará a algunos de vosotros en la cárcel, para que seáis probados, y tendréis tribulación por diez días. Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida” (Apocalipsis 2:8-10). Estas palabras del Señor Jesús indican que los creyentes y su líder sufrían tribulación y pobreza, y que les esperaba aun más sufrimiento. Por eso, les exhortó a la fealdad; luego recibirían la corona de la vida.

En cuanto al líder de esa iglesia, la mayoría de los escritores antiguos dio su nombre como Policarpo. Se dice que era un discípulo del apóstol Juan, puesto que había escuchado al mismo predicar la Palabra de Dios y se juntaba con los discípulos que habían conocido al Señor Jesucristo personalmente en su trato diario. De igual modo, se dice que Juan mismo lo había nombrado obispo de la iglesia en Esmirna.

Después de un tiempo, el pastor Policarpo y su congregación empezaron a sufrir la persecución. Está escrito que el mismo Policarpo, unos días antes de ser arrestado y sentenciado a la muerte, de repente fue vencido por el sueño, mientras oraba. En ese sueño tuvo una visión, en la cual vio la almohada en que se reclinaba encenderse de repente y consumirse ... Se despertó del sueño y concluyo que iba a sufrir el martirio por medio de fuego, a causa de Cristo.

Cuando llegaron cerca los que le iban a encarcelar, los amigos de Policarpo trataron la manera de esconderle en otro pueblo. Sin embargo, sus perseguidores le descubrieron allí, con la ayuda de dos jóvenes, a quiénes hubieron azotados para que dijesen dónde se encontraba Policarpo. Fácilmente hubiera podido escapar del cuarto en que vivía, para huir a otra casa cercana, pero no quiso hacerlo, diciendo: —Sea hecha la voluntad de Dios.

Bajó la escalera para recibir cordialmente a sus perseguidores y los saludó tan amablemente que algunos, quiénes no le habían conocido antes, dijeron con pena: —¿Por qué hicimos tanto alboroto para aprehender a este anciano tan manso?

Inmediatamente Policarpo mandó que los de la casa preparasen una comida para sus opresores, y les rogó a estos que comiesen bien, implorándoles también que le otorgasen una hora de soledad, para orar mientras ellos comieran. Esto le fue concedido. Durante esa oración, revisó su vida entera y luego encomendó la congregación en las manos de Dios y su Salvador. Al terminar la oración, le montaron en un asno y llevaron a la ciudad. Fue el domingo, día de la gran fiesta.

Nicetes y su hijo Herodes, llamado el príncipe de paz, fueron al encuentro de los alguaciles y Policarpo. Hicieron desmontar a Policarpo y le acomodaron en su carro de caballos. Así pensaron persuadirle que negase a Cristo, diciendo: —¿Que te cuesta solamente decir ‘Señor emperador,’ y ofrecer holocausto o incienso ante él, para salvarte la vida?

Policarpo no les contestaba nada, pero, puesto que iba insistiendo, al fin les dijo: —Nunca voy a cumplir lo que me piden y aconsejan ustedes.

Cuando vieron la firmeza de su fe, empezaron a golpearle y lo arrojaron del carro. Al caer, el anciano se lastimó gravemente una pierna, pero, levantándose, él mismo se entregó otra vez en las manos de los alguaciles y siguió caminando al lugar de su muerte; sin ninguna queja en cuanto a la pierna lastimada.

Luego de entrar el anfiteatro, dónde le iban a ejecutar, una voz del cielo le habló a Policarpo, diciendo: —¡Fortalécete, Oh Policarpo!  Sé firme en tú confesión y en el sufrimiento que te espera—. Nadie sabía de dónde provenía la voz, pero muchos creyentes la escucharon. Sin embargo, a causa de la gran bulla, la mayoría de la gente no la escuchó. Pero este acontecimiento animó bastante a Policarpo y a los demás que sí, la escucharon.

El gobernador aconsejó a Policarpo que tuviese piedad de sí mismo por razón de su edad avanzada, y que negase su fe en Cristo de una vez por medio de un juramento en el nombre del emperador. Policarpo le contestó: —He servido a mi Señor Jesucristo durante 86 años y nunca me ha causado daño alguno el mismo. ¿Cómo puedo negar a mi Rey, que hasta el momento me ha guardado de todo mal, y además me ha sido fiel en redimirme?

Al escuchar ese testimonio, el gobernador amenazó de echar a Policarpo al foso de las fieras, si continuaría firme en su testimonio.

—Tengo listas las fieras y te echaré entre ellas, a menos que cambies de pensar.

Policarpo contestó sin temor alguno: —Qué vengan las fieras, porque no cambiaré mi fe. No es razonable cambiarnos del bien al mal por razón de las persecuciones; mejor sería que los hacedores de maldad se convirtiesen del mal al bien.

El gobernador respondió: —Está bien, si no quieres negar tú fe y a las fieras no les tienes miedo, te vamos a quemar.

Una vez más Policarpo les contestó, diciendo: —Usted me amenaza con el fuego que arderá tal vez una hora y luego se apagará; pero usted no sabe de la llama del juicio de Dios que es preparada para el castigo y tormento eterno de los impíos. Pero, ¿por qué demora? Traiga las fieras, traiga el fuego, o traiga lo que sea; ningún tormento me hará negar a Cristo, mí Señor y Salvador.

Al fin, cuando la gente ya se había cansado de la averiguación, demandó su muerte, y Policarpo fue entregado para ser quemado. Inmediatamente juntaron un montón de leña y viruta. Cuando Policarpo vio eso, empezó a quitarse la ropa y los zapatos, alistándose para acostarse sobre la leña. En seguida, los verdugos le alistaron para clavarle las manos y los pies en la madera, mas Policarpo les dijo: —Dejen, El que me dará la fuerza para aguantar la llama del fuego, me fortalecerá también para permanecer quieto en la misma, aunque no me clavaran las manos y los pies.

Entonces acordaron no clavarle en la madera, y sólo le ataron las manos detrás de él con una soga. Preparado en esta manera para el sacrificio, y puesto sobre la leña como un cordero en holocausto, empezó a orar a Dios, diciendo: —Oh, Padre del bendito Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, por medio de quién hemos recibido la sabiduría salvadora de tú santo nombre; Dios de los ángeles y todas las criaturas, pero sobre todo, el Dios de todos los justos quienes viven en tú voluntad: te agradezco que me contaste digno de tener lugar entre los santos mártires; y digno de compartir de la copa de sufrimiento que bebió Jesucristo; para sufrir junto con El y compartir sus dolores. Te ruego, ¡oh, Señor! que me recibas este día, como una ofrenda, de entre el número de tus santos mártires. Cómo Tú, ¡oh Dios verdadero, para quien el mentir es imposible!, me preparaste para este día, y me avisaste de antemano; ya lo has cumplido. Por esto te agradezco, y te alabo sobre todo hombre, y glorifico tú santo nombre por medio de Jesucristo tú Hijo amado, el Sumo sacerdote eterno, a quién, junto contigo y el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y para siempre. Amen.

Dicho el amen, los verdugos prendieron fuego a la leña, sobre la cual había puesto Policarpo. Mientras la llama ascendía hacia el cielo, notaron con asombro que le hacía muy poco daño. A causa de esto, ordenaron al verdugo herirle con la espada, el cual fue hecho inmediatamente. La sangre, que por el calor del fuego o por otra razón, salió copiosamente de la herida y casi extinguió el fuego. Así, por fuego y por espada, el fiel testigo de Jesucristo falleció y entró al descanso de los santos, hacia el año 168 d.c.

(Traducido y adaptado del libro The Martyr’s Mirror (El espejo de los mártires))