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Un Pentecostés personal

--Jonatán Goforth

A mi regreso a la China, en el año de 1901, después de recuperarme de los efectos de la rebelión Bóxer, empecé a experimentar una creciente insatisfacción por los resultados de mi trabajo. En mis primeros años de trabajo misionero, me había sostenido con la seguridad de que la siembra siempre antecede a la cosecha; por lo tanto, yo había estado satisfecho en mantener una aparente lucha vana. Pero ahora, habían pasado 13 años y la cosecha se veía más lejos que nunca.

Yo estaba seguro de que había algo más grande frente a mí; pero, me faltaba tener la visión de su realidad y la fe para tomarla. Constantemente volvían a mi mente las palabras del Maestro: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará...”. (Juan 14:12)  Y siempre con profundo dolor, me daba cuenta que lo poco que yo realizaba año tras año, no era equivalente a esas “mayores obras”.

Intranquilo e insatisfecho, fui movido a estudiar más extensamente las Santas Escrituras. Cada pasaje que tuviera alguna relación con el precio que habría de pagar o el camino de acceso para obtener poder, llegó a ser como mí vida y como mi misma respiración. Había un buen número de libros sobre avivamiento en mí biblioteca. Los leí varias veces. Llegó a obsesionarme tanto esto, que mi esposa empezó a dudar si podría soportarlo mi mente. De gran inspiración me fueron los informes de los avivamientos en Gales en el período de 1904 y 1905. Ya se veía claramente: ¡El avivamiento no era una cosa del pasado! Paulatinamente empecé a darme cuenta de qué me estaba acercando a una mina de posibilidades infinitas.

A fines del otoño de 1905, un amigo de la India me envió un pequeño folleto de Eddy, el que contenía selecciones del libro "Autobiografía de Carlos Finney y Discursos Sobre el Avivamiento".  Esto fue lo último que ocupé para que un gran fuego espiritual se encendiera en mí corazón.

En la portada de ese folleto estaba escrita esta expresión: “qué era lo mismo que un agricultor orara por una cosecha de temporada, sin cumplir con las leyes naturales, a que un cristiano esperara una gran cosecha de almas, simplemente pidiendo, sin molestarse por cumplir las leyes que gobiernan la cosecha espiritual”. Hice un voto: “Si Finney está en lo correcto, entonces yo voy a encontrar cuáles son esas leyes y obedecerlas, sin importar el costo”.

A principios de 1907, un hermano misionero me había prestado la “Autobiografía Completa de Finney”, la que yo iba leyendo durante mi viaje para participar en una intensa obra evangelística, que nuestra misión conducía anualmente en la feria de Hsun Hsien, feria que era grandemente idólatra. Es para mí imposible determinar todo lo que este libro significó para mí. Nosotros, los misioneros leíamos diariamente una porción, mientras hacíamos nuestro trabajo en la feria.

Fue en esa feria donde yo empecé a ver evidencia de que un poder mayor estaba comenzando a agitar los corazones de las personas. Un día mientras predicaba sobre I Timoteo 1:1-7, muchos parecían estar profundamente tocados. A un evangelista que estaba detrás de mí se le escuchó decir con reverente susurro: —¡A esta gente se les tocan sus corazones, al igual que el día de Pentecostés, cuando escuchaban a Pedro!

Esa misma noche en uno de nuestros locales, los que habíamos alquilado, hablé a una audiencia que llenaba completamente el edificio. El mensaje estuvo basado en 1 Pedro 2:24 “Quien llevó, Él mismo, nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”. La convicción de sus pecados parecía dibujarse en cada uno de los rostros. Finalmente, cuando hice la invitación para que se decidieran por Cristo, toda la audiencia se levantó como un solo hombre, llorando y diciendo: —¡Queremos seguir a este Jesús, quien murió por nosotros!—  Yo pensaba que uno de los evangelistas estaría listo para tomar mi lugar, pero para mi sorpresa cuando volteé, encontré a todos ellos, diez en total, parados, sin movimiento, mirando maravillados.

Dejando a uno de ellos para que se encargara de la reunión, los otros y yo fuimos a un cuarto, del interior del local, a orar. Durante algunos minutos hubo un silencio completo. Todos parecían estar demasiado sobrecogidos para poder decir algo. Por fin, uno de los evangelistas, con voz entrecortada, dijo:

—Hermanos, Aquél, por quién hemos orado tanto tiempo que viniese, estuvo verdaderamente esta noche con nosotros. Pero asegurémonos que vamos a retener Su presencia, debemos caminar muy cuidadosamente.

Apenas habían pasado unos cuantos meses después de esto, cuando el mundo religioso fue electrizado por la maravillosa historia del avivamiento en Corea. El secretario de misiones extranjeras de nuestra iglesia, el Dr. R. P. MacKay, quien estaba visitando la China en aquel entonces, me pidió que lo acompañara a Corea. No necesito mencionar cuánto me gocé en esta gran oportunidad.

El movimiento coreano fue de un significado incalculable para mí vida, porque me mostró de primera mano las posibilidades ilimitadas del método a seguir para el avivamiento.

Una cosa es leer libros acerca de los avivamientos, pero ser testigos personales de este acontecimiento y sentir el ambiente en nuestro propio corazón, es una cosa completamente diferente.

Corea me hizo sentir, como se lo hizo sentir a otros, que el avivamiento era el plan de Dios para poner al mundo en las llamas del fuego del Espíritu.