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Boletín Hijos del Reino

Samuel Kabú Morris

Samuel Kabú Morris, el joven africano ungido

El joven africano que enseñó a sus maestros acerca del Espíritu Santo

Samuel Kabú Morris era originario de África, más precisamente de la tribu Kru. Él era un puro africano. También era hijo de un rey, pero esto no quiere decir que su familia era rica. Un rey en aquella tierra podía ser un hombre que guía a un pequeño grupo de unas cuantas familias.

Cuando todavía él era muy niño, otra tribu africana hizo guerra con la de su padre y esa otra tribu ganó. Al pequeño Kabú (pues se usará su nombre africano en esta biografía) se lo llevaron cautivo. Sus captores realmente no lo querían para hacerlo esclavo, sino más bien, lo hicieron rehén, con la esperanza de que su papá u otros parientes pagaran para liberarlo. En los postreros años, Kabú supuso que alguien había pagado el precio, (aunque, siendo que aún él era muy chico, no pudo asegurarse de ello del todo) pues, pasando el tiempo, fue restaurado a su propia gente, quedándose con ella hasta los once años. A esa edad, fue secuestrado otra vez. De esta experiencia él podía recordarse muy bien, puesto que ya era más maduro.

En cierto caso, su padre fue a los captores para redimirlo. Pero, no tenía suficiente para cumplir su propósito. Su “dinero” consistía de marfil, goma y otras cosas semejantes, pues no se utilizaba el dinero efectivo en aquella tierra. Además de ofrecer esas cosas, su padre ofreció dar a la hermana de Kabú ─quien era más joven que él─ en cambio. Pero sus captores no quisieron, pensando que un niño valía mucho más que una niña. Al enterarse de esto, Kabú rugió a su padre no hacer tal cosa, diciéndole que él mismo era más maduro que ella, y podía aguantar las dificultades mejor que su hermanita. Pero los dos reyes no pudieron llegar a un acuerdo, y Kabú fue dejado en cautividad.

Después, el dueño de Kabú empezó a abusar de Kabú mucho más que antes. Él pensaba que al actuar así, el padre de Kabú volvería y pagaría el precio deseado, pues el captor le informó al padre sobre los sufrimientos del hijo. En una conversación que ocurrió años después, Kabú comentó acerca de esa época de su vida, diciendo:

—Aquél hombre tan cruel me azotaba cada día sin causa, y a diario lo hacía con más fuerza.

—¿Con qué te azotaba?

—Con una parra que era como una soga.

—¿Y hacía que te quitaras tu abrigo?

—¡Oh, señor Reade! —contestó Kabú con risa—. ¿Quitarme el abrigo? ¡En mi país no teníamos abrigo, ni camisa, ni pantalones!

Así era Kabú azotado sin compasión por el cruel hombre, con tal de poder conseguir un poco de lo material de este mundo pasajero. Pero un día, los azotes llegaron a ser tan duros que Kabú ya no podía aguantar más. De repente, mientras recibía un azote, Kabú se fue corriendo al bosque, sin saber a dónde iba. Pero, Dios ─Quien cuidó a Ismael cuando su madre le echó bajo el árbol y lo abandonó para no ver sus sufrimientos─ cuidó a Kabú, también. Dios tenía una obra para que Kabú llevara a cabo, y, más tarde, sus sufrimientos se convertirían en bendiciones para otros. Así es que... la senda de su vida fue marcada desde el principio.

Dios le guió a través de la selva, de un lugar a otro, hasta que llegó a la costa. No se sabe cuán lejos Kabú había viajado, tampoco él mismo lo supo. Solamente sabía que le llevó muchos días, y que había muchos peligros en la ruta.

Kabú era un pagano, y no sabía nada acerca del Dios verdadero. Sin embargo, el Dios que cuida de las aves le proveyó su comida, y el Poder que guió a los magos a Belén guió a ese pobre niño a la costa y luego a Cristo mismo. Después de llegar a la costa, empezó a trabajar en una plantación de café, recibiendo como sueldo comida y algo de ropa.

Pero Dios estaba mostrando Su misericordia a Kabú, aunque es muy probable que él no lo reconociera en aquel entonces. Había otro joven que trabajaba en la misma plantación, que se había convertido a Cristo. Ése le habló de su fe a Kabú, y lo llevó a un culto de su iglesia  ─a pesar de que Kabú no podía entender ni siquiera una palabra en la iglesia (pues todavía no sabía el idioma inglés), y no podía comprender qué era la iglesia, la Biblia y la predicación. Años después, Kabú testificaba que sintió la presencia de Dios en aquel lugar. Mientras él estaba allí, reconoció su  perdición y su pecaminosidad. Así salió de aquel culto ─su primero─ con un corazón anhelante y una mente deseosa. Sin saberlo, era como el estudioso eunuco Etiope, quien necesitaba a un Felipe para que lo guiara.

Luego de escuchar a su amigo orar, Kabú le preguntó qué hacía. Su compañero le dijo que hablaba a Dios.

—Y, ¿quién es Dios? —siguió preguntando Kabú.

—Es mi Padre —le dijo su amigo.

—Entonces —razonó Kabú—, estás hablando a tu Padre.

Desde ese momento, Kabú siempre llamaba a la oración “hablar al Padre”. Y, al sentir la convicción del pecado en aquel culto, él, también, empezó a “hablar al Padre”. La convicción que sintió no fue la de la clase que es tan común hoy: fue fuerte y constante, tanto... que fue impulsado a “hablar al Padre” en voz alta, en horas “fuera de tiempo”, según pensaron algunos. A veces sus gritos se escuchaban a medianoche. Por fin, los que trabajaban con él lo declararon ser molesto y le dijeron que si no podía quedarse silente que entonces tendría que salir del cuarto. Entonces, salió al bosque ─noche tras noche─ para continuar su lucha, al igual que Jacob en Peniel.

Cierta noche, se quedó en el bosque hasta muy tarde, y por fin volvió a su humilde cuarto para dormir, ya todo cansado y afligido. Pero él no podía dormir. Aunque su lengua guardaba silencio, su corazón seguía orando hasta que, de repente... ¡su cuarto pareció iluminarse! Al principio, Kabú pensó que era el alba, pero todos los demás continuaban durmiendo. La luz alumbraba más y más, hasta que el cuarto se llenó de la gloria de Dios. A la vez, el peso de su corazón desapareció y en su lugar reinó gran paz. Su cuerpo pareció serle tan liviano como una pluma, tanto... ¡que Kabú pensó que podría volar!

Tanta gloria no podía contenerse. Kabú empezó a alabar y a saltar como el hombre que fue sanado a la puerta Hermosa (Hechos 3:8). En seguida, todos los que estaban en el cuarto despertaron, y no pudieron dormir por el resto de aquella noche, pero muchos creyeron que Kabú se había vuelto loco.

Así fue su conversión: sencilla, definitiva y poderosa. Ordinariamente, Kabú no era muy emocionante ni demostrativo:  Al contrario, él era considerado como una persona muy calmada. Pero cuando hablaba de su conversión, sus ojos lucían fuego y todo su cuerpo temblaba de la emoción. Su apariencia era la de un poeta cuando cantaba:

 

¡Oh, momento sagrado!

¡Oh, sacrosanto lugar!

Do el amor divino hallóme.

No importa lo que me haya de pasar,

Mi corazón siempre pensará en ti.

Y cuando me levante para ir,

Arriba a mi hogar celestial,

Volveré la mirada, una vez más,

Al lugar donde fui perdonado.

Viaje a EEUU

No se sabe por cuánto tiempo él se quedó trabajando en aquella plantación de café. Solamente se sabe que fue suficiente para aprender el inglés, y para aprender a leer y a escribir un poco. Mientras trabajaba allí, una misionera le apodó ‘Samuel Morris’. Y, por ese nombre lo conocía la mayoría de los que hablaban ese idioma. Además de enseñarlo a leer y a escribir, la misma mujer le enseñó lo básico del evangelio.

Pasado el tiempo, dejó la plantación de café y se mudó a un pueblo, donde aprendió a pintar casas. En tal ocupación trabajó por unos años. Pero, en su corazón, sintió un creciente deseo de predicar a su propia gente acerca del bendito Salvador que le había dado tan gloriosa salvación. Así es que un día visitó a un misionero, y le compartió de lo que sentía en su corazón ─acerca del deseo en su corazón de predicar a su propia gente.

Lo que sucedió causa gran tristeza, aunque lo mismo todavía pasa muchas veces. Aquél misionero le dijo a Kabú que para poder predicar el evangelio, necesitaba educarse. Y, para educarse, tenía que ir a los EE. UU. Además, para ir a los EE.UU., le iba a costar US$100.00. [Hoy en día, podría ser unos US$1000.00: una gran cantidad para un joven tan pobre.]

¡Qué consejo tan erróneo! Pero tal actitud es muy común, eso es, la idea de que un hombre necesita estudiar en una universidad o seminario para poder predicar. La Biblia no enseña tal cosa. En verdad, muchos de los apóstoles eran hombres pobres y sin educación: ¡exactamente como Kabú!

Pero a pesar de recibir un consejo equivocado, Dios lo usó. Dios, en Su gran sabiduría y misericordia, permitió que Kabú siguiera tal consejo... ¡para demostrar cuán erróneo el mismo realmente era!

Al recibir ese consejo, Kabú se apresuró al bosque ─el lugar que usaba para charlar con su Padre─ para hablarle acerca de la situación. Él oró así:

—Ahora, Padre mío... Tú me has llamado a predicar a mi propia gente. Pero, el misionero dice que no puedo predicar sin ser educado, y para educarme, tengo que ir a los EE. UU. Padre mío, Tú sabes que no tengo ni siquiera un centavo. Ahora, por favor, ábreme el camino.

Desde aquella oración en adelante, Kabú siempre creyó que Dios ya había determinado que el camino fuese abierto. Así, estaba esperando que viniera una embarcación que lo llevaría hasta el país tan lejos de su hogar.

Durante ese tiempo, hubo una joven misionera que había llegado de los JUL. para trabajar en África. La misma había nacido del Espíritu Santo y había aprendido a diariamente andar bajo la Presencia Divina. Sus co-misioneros pensaban que ella no podría lograr nada en su campo de labor, puesto que, muchas veces, ella prefería estar a solas. Pero, parece que ella estaba gozando de la íntima comunión con el Padre.

Cuando Kabú escuchó de la llegada de ella, caminó muchos kilómetros para visitarla. Llena del Espíritu Santo, ella rebosó de gozo, compartiendo a Kabú acerca de lo que experimentaba. No se sabe si era por falta de enseñanza acerca del Espíritu Santo o no, pero Kabú sintió un gran deseo de saber más acerca de Él. Él visitó y escuchó a la misionera varias veces para aprender más, pero, por fin, ella, cansada por las muchas preguntas de Kabú, le dijo que si quería saber más, tendría que preguntar a Esteban Merritt, pues ese hombre le había enseñado a ella todo lo que ella sabía acerca del Espíritu Santo.

Al escuchar ese consejo, Kabú le dijo:

—Entonces, voy a ir. ¿Dónde vive él?

—En Nueva York —respondió ella riéndose.

Una vez más, se nota que a Kabú le dieron otro consejo erróneo. ¿Por qué no le aconsejaron buscar en la Biblia o que se valiera de la oración?

Con todo, la misionera no vio a Kabú otra vez: ¡ya él había emprendido su viaje a los EE. UU! Él viajó muchos kilómetros, hasta que por fin vio una embarcación, y pronto una barquita arribó con algunos marineros. Kabú se acercó al capitán y le pidió que le llevase a Nueva York. Con maldiciones y patadas... le fue negado. Pero, Kabú tenía la plena seguridad de que era la voluntad de Dios que aún fuera. Después de recibir una respuesta negativa por su segundo intento, durmió en la arena de la playa esa noche.

La siguiente mañana, Kabú pidió por la tercera vez que le llevasen a Nueva York.

El capitán le preguntó:

—¿En qué puedes trabajar?

—En cualquier cosa —respondió Kabú.

El capitán pensó que eso quería dejar dicho que Kabú sabía hacer de todos los trabajos de una nave, pero, realmente, lo que Kabú quería decir era que estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de trabajo. Y, puesto que dos marineros recién habían abandonado sus posiciones, el capitán mandó que Kabú entrara a la nave.

—Y, ¿qué pides? —preguntó el capitán, refiriendo al sueldo de Kabú.

—Quiero ver a Esteban Merritt —explicó Kabú.

Así, Kabú empezó su viaje por el mar, no sabiendo nada sobre naves ni sobre el mar. Al tercer día, Kabú se encontró con otra prueba: el mareo. Pero, otra vez, la fe de él venció. Él se arrodilló y oró, diciéndole al Padre: 

—Padre, Tú sabes que he prometido trabajar para el capitán cada día hasta que lleguemos a América. Pero no puedo si estoy enfermo. Quítame, entonces, esta enfermedad. —Y, desde aquel momento en adelante, siempre estuvo bien y pudo cumplir sus quehaceres. 

Su ignorancia le causó muchos sufrimientos ─él fue golpeado, maldecido y pateado mucho. Pero, su paz era como un río, su confianza grande y su seguridad dulce. Tanto... ¡ que el capitán cayó bajo convicción de pecado y se convirtió! Y, el fuego de avivamiento corrió por la nave, ¡hasta que la mitad de los marineros también se rindieron a Cristo!

Llega a la gran ciudad

Al llegar a Nueva York, los marineros le regalaron ropa (pues empezó el viaje con muy poca ropa y sin zapatos) y le despidieron. Kabú se bajó de la nave y se acercó al primer hombre que vio; un hombre transeúnte.

—¿Dónde está Esteban Merritt? —Kabú le preguntó.

Dios estaba guiando a Kabú, porque Esteban Merritt vivía en otra parte de la gran ciudad ─a unos 5 ó 6 kilómetros de ese lugar. Sin embargo, el hombre le contestó:

—Le conozco; vive allá en la Avenida Octava, al otro lado de la ciudad. Te guiaré hasta allá si me pagas un dólar.

—Vamos —dijo Kabú; a pesar de que no tenía ni siquiera un centavo.

Al llegar al hogar de Esteban, éste iba saliendo de su casa para ir al culto. 

—Allí está —dijo el guía. Kabú se le acercó a Estaban y le preguntó:

—¿Es Usted Esteban Merritt?

—Sí —respondió Esteban.

—Mi nombre es Samuel Morris ─Kabú usó su nombre inglés de América─. Acabo de llegar de África para hablar con usted acerca del Espíritu Santo.

—Muy bien —dijo Esteban—, voy al culto de oración en la calle Jane. Pasa a la misión ahí a la próxima puerta. Cuando yo vuelva, haré preparaciones para tu alojamiento.

Esteban pagó al guía y se fue al culto. Kabú entró a la misión. Al volver a su casa, a las diez y media de la noche, Esteban se recordó de Kabú. Se apresuró a la misión para prepararle su alojamiento. Pero, al entrar a la puerta de la misión, ¿qué vio? ¡Ya Kabú tenía a 17 hombres arrodillados alrededor de él! Él los había guiado a Jesús, y todos estaban regocijándose en Su perdón. Después, Esteban testificó que él nunca había visto tal cosa en toda su vida. El Espíritu Santo había obrado por medio de un pobre joven africano, quien no tenía mucha educación ni tenía “cultura”. Sin embargo, se hizo muy patente que el poder del Espíritu Santo moraba en él.

Kabú había llegado a Nueva York un viernes. Dos días después, el domingo, Esteban invitó a Kabú a acompañarle a la Escuela Dominical. Kabú nunca había visitado una Escuela Dominical, pero consintió en ir. Así, Esteban introdujo a Kabú como alguien que había llegado de África para escuchar acerca del Espíritu Santo. Muchos de los que estaban allí se rieron al escuchar esto. No obstante, Esteban le dio a Kabú la oportunidad de hablar.

Esteban nunca supo lo que Kabú dijo, pues aquél tenía que atender a otra situación mientras Kabú hablaba. Pero al regresar otra vez, Esteban se maravilló: ¡muchos jóvenes se habían adelantado al “altar”, llorando! La presencia y el poder del Espíritu Santo habían llenado el lugar.

Kabú enseña al maestro

Unos días después, Esteban tuvo que ir a otra parte de la ciudad para oficiar un funeral. Él invitó a Kabú a que le asistiera, diciéndole:

—Samuel, quiero mostrarte algo de nuestra ciudad y del Parque Central.

Kabú nunca había montado un coche jalado por caballos, y su ignorancia de tales cosas casi hizo que Esteban riera. Pasaron las calles y por fin llegaron a la Gran Ópera. Esteban se la señaló a Kabú y le empezó a explicar acerca de ella. De repente, Kabú le preguntó:

—Esteban Merritt, ¿a veces ora usted en un coche?

—Sí —respondió Esteban—, muchas veces he sido bendecido mientras viajaba en coche.

Al recibir esa contestación, Kabú puso su mano sobre la de Esteban, le guió a arrodillarse y dijo:

—Vamos a orar.

Esta era la primera vez que Esteban se había arrodillado en un coche para orar. Kabú le habló al Espíritu Santo diciéndole que él había venido de África para hablar con Esteban acerca de Él, pero que Esteban siempre charlaba de otras cosas, y, que, además, quería mostrarle la iglesia, la ciudad y la gente; y que, mientras tanto, él tenía grandes deseos de escuchar y aprender acerca de Él. Kabú siguió orando, pidiendo que el Espíritu Santo quitase del corazón de Esteban todas esas cosas y que le llenase tanto de Sí Mismo... de modo que Esteban no escribiera, predicara ni hablara de otra cosa sino solamente del Espíritu Santo.

De aquel día, Esteban escribió después: “Realmente, había tres personas en el coche ese día. Nunca he conocido otro día igual; fuimos llenados del Espíritu Santo, y Él hizo de Kabú el canal por el cual yo fui instruido y capacitado más que nunca. Muchos obispos han puesto sus manos sobre mí varias veces y hasta he sido ordenado por los ancianos de la iglesia: pero esos eventos no se pueden comparar con el poder que me sobrevino cuando Kabú oraba. Santiago Caughey puso sus santas manos sobre la cabeza de Tomás Harrison y sobre la mía, orando que el Espíritu de Elías cayese sobre nosotros los Eliseo: Y, sí, el fuego cayó y el poder vino. No obstante, recibí poder permanente en el coche, al lado de Kabú. Desde entonces, no he escrito ni hablado ni siquiera una palabra, sino por y en el Espíritu Santo. Kabú fue un instrumento en las manos del Espíritu Santo para mi crecimiento y desarrollo en las estupendas cosas de Dios. Kabú fue a Fort Wayne, Indiana, y trastornó la Universidad de allí (Hechos 17:6). Él vivió y murió en el Espíritu Santo, luego de terminar su obra. Y, puesto que un hombre o mujer ungido nunca muere, la vida de Kabú sigue dando testimonio hoy en día. Mientras yo viva, las memorias de él nunca morirán. Para mí, ese humilde joven era una maravilla ─un milagro de la gracia de Dios. Aprendí a amarle como a un hermano, y de él aprendí lecciones de fe y consagración, las cuales yo nunca antes conocí.”

Entonces podemos ver que Kabú, aquél joven africano, enseñó a su maestro Esteban Merritt ─quien era reconocido por muchos como un hombre muy espiritual─ acerca del Espíritu Santo.

En la Universidad

Algunos de los jóvenes de la Escuela Dominical habían formado una sociedad misionera llamada “Sociedad Misionera Samuel Morris”. Planteaban proveer todas las necesidades de Kabú hasta que el entrara a la universidad, si ésta le proveería una educación gratuita a Kabú. Así que, Esteban Merritt escribió una carta a la Universidad, pidiendo lo mismo. A pesar de que la Universidad se había formado recientemente y tenía una gran deuda, se le dio la bienvenida a Kabú. Y, en el mes de diciembre, llegó a Fort Wayne, Indiana para empezar sus estudios.

Inmediatamente, Kabú llegó a ser una curiosidad para los otros estudiantes. No sabía comer muchas de las comidas americanas y tenía que aprender las costumbres y la cultura de su nuevo hogar. Además, había cosas extrañas para él, como la nieve; ¡tal cosa nunca se ve en su tierra nativa tan caliente!

Pero, repentinamente, por medio de su vida consagrada, fue aceptado como un hijo de Dios. En el siguiente suceso, se ve un ejemplo de cómo pudo ganar el respeto de sus nuevos amigos. Al entrar a la universidad, uno de los maestros le preguntó:

—Samuel, ¿cuál cuarto quieres usar de dormitorio?

—Oh, Señor Reade —respondió Kabú—, cualquier cuarto está bien para mí. Si hay un cuarto que nadie quiere, déme ése.

Al escuchar esa respuesta... el maestro tuvo que llorar. Después dio testimonio de que, en todos sus años como maestro en esa universidad, les había preguntado a más de mil estudiantes cristianos que cuál cuarto preferían; pero Kabú fue el único que contestó que quería el cuarto que nadie quisiera.

Otra vez, Kabú enseñó a su maestro acerca del Espíritu Santo.

A pesar de su incapacidad de hablar el idioma inglés bien, a veces predicó en la iglesia. Su manera sencilla, quieta, natural y eficaz de hablar cautivó a la audiencia. Pero sus “charlas con su Padre” fueron las que ganaron el respeto de sus co-estudiantes y maestros. Mientras otros dormían, Kabú oraba: en las mañanas, a medianoche; donde y cuando quería. Tan absorto se quedaba en sus oraciones, que, a veces, muchos entraban para ver la escena, pero Kabú no se daba cuenta. Si escuchaba un toque a la puerta mientras oraba, seguía orando hasta terminar su charla con su Padre. Luego, con una sonrisa, le abría la puerta al visitante, diciéndole:

—Entra. Ya terminé de hablar con mi Padre, por el momento.

Además de ser amante a la oración, Kabú se convirtió en un amante de la Palabra, a pesar de que la lectura le era difícil. Sin embargo, cuando tenía oportunidad, la leía, o, si alguien estaba visitándolo, le pedía que le leyese un capítulo. Para Kabú, la Biblia era otro medio de escuchar la voz de su Padre.

A Kabú, le gustaba vivir en los Estados Unidos. Pero su deseo era volver a su propio país para predicarle a su propia gente. Su amor a Cristo era más fuerte que el amor a la comodidad. Con todo, el deseo de Kabú nunca se hizo realidad. El fuerte frío de Indiana, con temperaturas de 20 grados bajo cero, era demasiado para su cuerpo africano, y en el mes de enero del año 1893, sufrió un fuerte resfriado. Durante los siguientes meses, pudo estudiar, pero no pudo vencer la enfermedad por completo.

Poco a poco, su cuerpo fue perdiendo fuerza. Kabú supo que su fin se aproximaba; pero de él no se escuchó ni siquiera una queja. Cuando le preguntaron de su deseo de volver a su país para predicar, dijo:

—Otros pueden hacer la obra mejor que yo. No es mi obra, es de Cristo; Él tiene que escoger a sus propios obreros.

Viendo que su muerte estaba muy cerca, le preguntaron que si temía la muerte. Kabú sonrió y respondió:

—Oh no, Señor Reade. Después de yo conocer a Jesús, la muerte se convirtió en mi amigo.

Luego, Kabú pasó a la eternidad un día del mes de mayo del año 1893.

Su funeral fue atestado por cientos de personas, y muchos hombres fuertes lloraron sin vergüenza alguna. ¿Por qué? ¿No era Kabú solamente un pobre joven africano?

Sí, Kabú sólo era un pobre joven africano. Pero ese joven sin educación, sin dinero y sin crianza cristiana tenía algo que muchos ─sus maestros, incluso─ no tenían: una íntima relación con el Dios Viviente. Kabú hablaba con Dios, y Dios con él. Kabú caminaba con Dios.

Poco después de su muerte, durante una reunión, varias personas estaban compartiendo de cómo la vida de Kabú había afectado las vidas de ellos mismos. De repente, un joven se puso de pie y dijo que sentía que Dios estaba llamándole a ir al África para predicar a la gente de Kabú, en lugar de éste. Al sentarse ese joven, otro se puso de pie y dijo lo mismo. Y, al sentarse el segundo, el tercer joven se puso de pie y proclamó que él también sentía el llamado de Dios. Así, los tres jóvenes empezaron a prepararse para ir a África en lugar de Kabú.

El secreto de la vida de Samuel Kabú Morris está en su consagración, humildad y fe. Dios es el mismo hoy en día. Dios no está buscando la educación, la riqueza, la sabiduría humana ni la personalidad atractiva; Él busca una entrega total y una fe sencilla. Quienquiera que se rinda a Él, recibirá lo mismo que Kabú recibió: el derramamiento del Espíritu Santo en su alma.

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