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Libro El sacrificio del Señor

ANA DE RÓTTERDAM

A QUIEN MATARON ALLÍ EN 1539 d. de J.C.

Lo que sigue es el testamento que Ana de Rótterdam le dejó a su hijo, Isaías, el 24 de enero, 1539 d. de J.C. Se lo presentó a él a las nueve de la mañana cuando ella se preparaba para morir por el nombre y el testimonio de Jesús, y así se despidió de su hijo, en la ciudad de Rótterdam.

Martirio de Ana de Rótterdam, una hermana anabaptista

Isaías, recibe tu testamento: Oye, hijo mío, la instrucción de tu madre; abre tus oídos para oír las palabras de mi boca (Proverbios 1.8). Hoy yo voy por el camino por el cual pasaron los profetas, los apóstoles y los mártires, y beberé de la copa que todos ellos bebieron (Mateo 20.23). Yo voy por el camino por el cual pasó Cristo Jesús, ese Verbo divino, lleno de gracia y verdad, el Pastor de las ovejas, que es la vida. Él mismo caminó por esta senda, y no por otra, y tuvo que beber de esta copa, como dijo: “Tengo que beber de esa copa y ser bautizado con ese bautismo; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” Habiendo pasado por allí, llama a sus ovejas, y sus ovejas oyen su voz y le siguen dondequiera que él vaya. Éste es el camino a la fuente verdadera (Juan 10.27; 4.14). Por esta senda caminaron los del real sacerdocio que salieron de las tinieblas a su luz admirable y entraron en siglos de la eternidad; y tuvieron que beber de esta copa (1 Pedro 2.9).

Por este camino pasaron los muertos que están bajo el altar, que claman diciendo: “¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras blancas, y se les dijo que descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos” (Apocalipsis 6.9–11). Éstos también bebieron de la copa, y han partido para gozar el eterno descanso del Señor. Por aquí también caminaron los veinticuatro ancianos que están alrededor del trono de Dios, que echan sus coronas y arpas ante el trono del Cordero, y se postran ante él y dicen: Señor, sólo tú eres digno de recibir la gloria y la honra y el poder; que vengarás la sangre de tus siervos y ministros, y ganarás la victoria. Engrandecido sea tu nombre, todopoderoso, que eras, eres, y serás (Apocalipsis 4.8, 10–11).

Por este camino pasaron también aquellos que eran marcados por el Señor, y recibieron la señal en la frente (Ezequiel 9.6); que fueron escogidos de entre todas las naciones, que no se contaminaron con mujeres (entiende eso), y siguen al Cordero por dondequiera que él va (Apocalipsis 14.4).

Todos estos tuvieron que beber de la copa amarga, y así lo tendrán que hacer todos aquellos que quieren completar el número y ser parte del cumplimiento de Sion, la novia del Cordero, que es la nueva Jerusalén que desciende del cielo (Apocalipsis 21.2), esa ciudad y ese trono de Dios donde se verá la gloria del gran Rey, cuando se celebre la fiesta de los tabernáculos en los días de eterno gozo y descanso (Zacarías 14.16).

Ninguno de éstos pudo lograr esto sin primero sufrir juicio y castigo en la carne. Pues Cristo Jesús, la eterna verdad, fue el primero, pues dice que él fue el Cordero que fue inmolado desde el principio del mundo (Apocalipsis 13.8).YPablo dicequeleagradó al Padre llamar, elegir y justificar a todos los que él predestinó desde la eternidad, y les transformó según la imagen de su Hijo (Romanos 8.29–30). Nuestro bendito Salvador también dice: “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor” (Mateo 10.24–25). También Pedro dice: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?

Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el pecador?” (1 Pedro 4.17–18). Lee también Proverbios 11.31: “Ciertamente el justo será recompensado en la tierra; ¡cuánto más el impío y el pecador!” Con esto puedes ver, hijo mío, que nadie puede llegar a la vida, excepto por este camino. Por eso, entra por la puerta estrecha, recibe el castigo e instrucción del Señor, carga con su yugo y llévalo con gozo desde tu juventud, con acción de gracias, regocijo y honor. Pues el Señor castiga a todo hijo que acepta y recibe (Hebreos 12.6). Pablo sigue diciendo: “Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos”.Y no recibirán la herencia de los hijos de Dios.

Si tú, pues, deseas entrar en el cielo y en la herencia de los santos, ciñe tus lomos, y sigue en pos de ellos; escudriña las escrituras, y ellas te mostrarán el camino que ellos tomaron (Juan 5.39). El ángel que habló con el profeta dijo: “Existe el caso de una ciudad edificada y situada en un buen lugar, y llena de todo lo mejor. Pero la entrada a ella es angosta, y está ubicada de tal forma que sería muy fácil caerse de ella, pues al lado derecho hay un fuego, y a su izquierda, agua muy profunda.Y el único sendero para entrar pasa por en medio del agua y del fuego, y es tan angosto que sólo un hombre puede pasar a la vez. Si esta ciudad le fuera dada a un hombre como herencia, y si nunca pasara el peligro que hay en la entrada, ¿cómo pudiera recibir esta herencia?” (2 Esdras 7.6–9).

Fíjate, hijo mío, que este camino no tiene desvíos; no existen en este camino pequeños senderos curvos; el que se aparta a la derecha o a la izquierda, hereda la muerte. Éste es el camino que muy pocos hallan, y aun menos caminan por él. Porque hay quienes perciben que éste es el camino a la vida, pero les es demasiado difícil; la carne no quiere sufrir tanto.

Por eso, hijo mío, no les prestes atención a las multitudes, ni camines en sus caminos. Apártate de sus caminos, pues ellos van rumbo al infierno, como la oveja al matadero. Como dice Isaías: “Por eso ensanchó su interior el Seol, y sin medida extendió su boca; y allá descenderá la gloria de ellos, y su multitud” (Isaías 5.14). “Porque aquel no es pueblo de entendimiento; por tanto, su Hacedor no tendrá de él misericordia” (Isaías 27.11). Pero dónde tú oyes hablar de una manada pobre y humilde (Lucas 12.32) que el mundo desprecia y rechaza, únete a ellos. Porque donde tú oyes hablar de la cruz, allí está Cristo; no te apartes de allí. Huye de la oscuridad de este mundo; únete a Dios. Teme sólo a él, guarda sus mandamientos, observa y cumple todos sus mandatos. Escríbelos sobre la tabla de tu corazón, átalos a tu frente, habla noche y día de su ley, y serás un bello árbol en los atrios del Señor, una planta amada que crece en Sion (Salmo 92.13). Toma el temor de Dios por padre, y la sabiduría será la madre de tu entendimiento. Si sabes esto, hijo mío, eres bienaventurado si lo haces (Juan 13.17). Observa lo que el Señor te ordena, y consagra tu cuerpo a su servicio, para que en ti su nombre sea santificado, alabado, engrandecido y glorificado.

No tengas pena confesarlo ante los hombres. No les tengas miedo a los hombres. Es mejor perder tu vida que apartarte de la verdad. Y si pierdes tu cuerpo, que es terrenal, el Señor tu Dios tiene otro mejor preparado para ti en el cielo (2 Corintios 5.1).

Por tanto, mi hijo, esfuérzate por ser justo hasta la muerte, y ponte toda la armadura de Dios. Sé israelita piadoso, aplasta bajo los pies toda injusticia, el mundo, y todo lo que está en él, y ama sólo lo de arriba (1 Juan 2.15). Recuerda que no eres de este mundo, así como tu Señor y Maestro no lo era (Juan 15.19). Sé discípulo fiel de Cristo; porque nadie puede orar a menos que llegue a ser su discípulo (Colosenses 1.7; Juan 9.31). Aquellos que dijeron: “Hemos dejado todo” también dijeron: “Enséñanos a orar” (Lucas 18.28; 11.1). Por éstos oró Jesús, no por el mundo (Juan 17.9). Cuando los del mundo oran, oran a su padre, el diablo, y desean que se haga su voluntad, y así es. Por eso, hijo mío, no llegues a ser como ellos; más bien recházalos y huye de ellos, y no tengas parte ni compañerismo con ellos (Roma-nos 12.2; 2 Pedro 1.4). No consideres lo que ven tus ojos, sino busca sólo las cosas de arriba (Colosenses 3.1). Hijo mío, está atento a mi amonestación, y no te apartes de ella. Que el Señor te haga crecer en su temor, y llene tu entendimiento con su Espíritu (2 Pedro 3.18). Conságrate al Señor, mi hijo; consagra toda tu conducta en el temor de Dios (Levítico 20.7). Y todo lo que hagas, hazlo para la gloria de su nombre. Honra al Señor con el trabajo de tus manos, y permite que la luz del evangelio brille en ti. Ama a tu vecino. Con un corazón sincero y afectuoso, dale de tu pan al hambriento, viste al desnudo, y no tengas dos de una cosa, pues siempre hay alguien a quien le falta (Mateo 26.11). De la abundancia que el Señor te da por medio del sudor de tu rostro, dale a aquellos que sabes que aman al Señor (Génesis 3.19; Salmo 112.9). No retengas en tu posesión estas bendiciones hasta el siguiente día, y el Señor bendecirá el trabajo de tus manos y te dará su bendición por herencia (Deuteronomio 28.12). Hijo mío, conforma tu vida al evangelio, y el Dios de paz santifique tu alma y cuerpo para su gloria.Amén (Filipenses 1.27; 1 Tesalonicenses 5.23).

Oh, santo Padre, santifica al hijo de tu sierva en tu verdad y mantenlo alejado del mal, por causa de tu nombre, oh, Señor.

Después de esto selló su fe con su sangre, y así, como una heroína fiel y seguidora de Cristo Jesús, fue recibida como miembro de los testigos de Dios que fueron sacrificados.

ELIZABET, 1549 d. de J.C.

Capturaron a Elizabet el 15 de enero de 1549. Cuando los que habían llegado a capturarla entraron en su casa, encontraron un Nuevo Testamento en latín. Después de apresar a Elizabet, dijeron:

—Éste es el lugar correcto; ya prendimos a la maestra. —Y preguntaron—: ¿Dónde está tu marido, Menno Simons, el maestro?”

Ellos entonces la llevaron a la alcaldía. El día siguiente dos alguaciles la llevaron a la prisión.

A ella la acusaron ante el concilio, y le pidieron declarar bajo juramento si tenía marido o no.

Elizabet contestó:

—No debemos jurar, sino que nuestras palabras deben ser sí, sí, y no, no. Yo no tengo marido.

Señores: “Nos han dicho que usted es maestra, y seduce a muchos. Lo que queremos saber es quiénes son sus amigos.”

Elizabet: “Mi Dios me ha ordenado que ame a mi Señor y Dios, y que honre a mis padres. Es por eso que no les diré quienes son mis padres. Lo que yo sufro por el nombre de Cristo es un reproche para mis amigos.”

Señores: “Nosotros no le preguntaremos más respecto a esto, pero queremos saber a quién le ha enseñado.”

Elizabet: “Ay, no, señores, déjenme en paz en cuanto a eso, pero pregúntenme de mi fe y yo les contestaré de buena gana.”

Señores: “La vamos a asustar tanto que nos dirá quiénes son.”

Elizabet: “Yo espero por la gracia de Dios que él guarde mi lengua, para que yo no me haga traidora y entregue a mi hermano para que muera.”

Señores: “¿Quiénes estaban presentes cuando usted fue bautizada?”

Elizabet: “Cristo dijo que se le debía preguntar a los que estaban presentes, o a los que lo oyeron.” (Juan 18.21)

Señores: “Ahora sabemos que usted es maestra, pues se compara con Cristo.”

Elizabet: “No, señores, lejos sea eso de mí; porque no me tengo por mejor que los desperdicios que barren de la casa del Señor.”

Señores: “¿Y qué cree entonces acerca de la casa de Dios? ¿No cree usted que nuestra Iglesia es la casa de Dios?”

Elizabet: “No, señores, pues está escrito: Porque vosotros sois el templo del Dios viviente, como Dios dijo: Habitaré y andaré entre ellos” (2 Corintios 6.16).

Señores: “¿Y qué cree usted acerca de nuestra misa?”

Elizabet: “Señores, no creo nada de la misa; pero sí estimo todo lo que está de acuerdo con la palabra de Dios.”

Señores: “¿Y qué cree con respecto al sacramento santo?”

Elizabet: “En mi vida nunca he leído nada en las santas escrituras de un sacramento santo, sino sólo de la cena del Señor.” (Ella también citó las escrituras que se relacionan con esto.)

Señores: “Cállese, pues el diablo habla con la boca suya.”

Elizabet: “Señores, eso tiene poca importancia, pues el siervo no es mayor que su señor.”

Señores: “Usted habla con un espíritu de orgullo.”

Elizabet: “No, señores. Hablo de manera franca.”

Señores: “¿Qué dijo el Señor cuando él les dio la cena a sus discípulos?”

Elizabet: “¿Qué les dio, carne o pan?”

Señores: “Les dio pan.”

Elizabet: “¿No es cierto que el Señor permaneció sentado allí? ¿Quién, pues, se comió la carne del Señor?”

Señores: “¿Qué cree usted acerca del bautismo de los niños, ya que ha sido rebautizada?”

Elizabet: “No, señores, no me he rebautizado. Me bauticé una vez en la fe; pues está escrito que el bautismo es para los creyentes.”

Señores: “¿Están condenados nuestros hijos, pues, porque son bautizados?”

Elizabet: “No, señores, que Dios me guarde de juzgar a los niños.”

Señores: “Y, ¿usted no busca su salvación en el bautismo?”

Elizabet: “No, señores. Todo el agua en el mar no me podría salvar, pues la salvación viene por medio de Cristo (Hechos 4.12), y él me ha ordenado que ame al Señor mi Dios sobre todas las cosas, y a mi prójimo como a mí misma.”

Señores: “¿Y los sacerdotes tienen poder para perdonar los pecados?”

Elizabet: “No,señores.¿Cómopudieracreereso?YodigoqueCristo es el único sacerdote que puede perdonar los pecados.” (Hebreos 7.21)

Señores: “Usted dice que cree todo lo que concuerda con las santas escrituras. ¿No cree las palabras de Santiago?”

Elizabet: “Sí, señores, por supuesto que sí.”

Señores: “¿Y acaso no dice él: ‘Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite’?” (Santiago 5.14)

Elizabet: “Sí, señores. Pero, ¿se creen ser de esa iglesia?”

Señores: “El Espíritu Santo ya la salvó. ¿Usted ya no necesita ni confesión ni sacramento?”

Elizabet: “No, señores. Reconozco que he desobedecido la ordenanza del Papa, el cual el emperador ha confirmado con sus decretos. Pero demuestren que he desobedecido en cualquier punto a mi Señor y mi Dios, y yo lloraré en arrepentimiento.”

Esta fue su primera declaración.

Después la llevaron de nuevo ante el concilio, y la llevaron a la cámara de tortura, estando presente Hans, el verdugo. Los señores dijeron entonces:

—Hasta este momento la hemos tratado con bondad; pero si usted no confiesa, usaremos de severidad.

—Hans, préndala —dijo el procurador general.

—Ay, no, señores —contestó Hans—. Ella confesará voluntariamente.

Pero cuando ella no confesó voluntariamente, él le puso tornillos en los dedos pulgares y dedos índice, hasta que la sangre salía a chorros de debajo de las uñas.

—¡Ay, ya no lo soporto! —dijo Elizabet.

—Confiese, y haremos desaparecer su dolor —le dijeron los señores.

Pero ella le oró al Señor su Dios:

—¡Ayúdame, oh, Señor! ¡Ayuda a tu pobre sierva! Pues tú eres nuestro ayudador en momentos de necesidad.

—Confiese, y le quitaremos lo que le duele —exclamaron todos los señores—. Y nosotros le dijimos que confesara, no que le clamara a Dios.

Pero ella se sostuvo firme en Dios su Señor, como vimos antes, y el Señor le quitó el dolor. Entonces les dijo a los señores:

—Interróguenme, y yo les contestaré: porque ya no siento ni un poquito de dolor, como antes.

Señores: “¿Todavía no confesará?”

Elizabet: “No, mis señores.”

Ellos entonces le pusieron los tornillos en las espinillas (Parte delantera de la pierna, entre la rodilla y el pie donde se percibe el hueso.) uno en cada una.

—Ay, señores —dijo ella—, no me avergüencen; pues nunca ha tocado mi cuerpo desnudo ningún hombre.

—Señorita Elizabet —dijo el procurador general—, no la trataremos con deshonra.

Ella entonces se desmayó. Uno le dijo al otro:

—Quizás está muerta.

Pero despertándose ella, dijo:

—Estoy viva, y no muerta.

Ellos entonces le quitaron todos los tornillos, y la reconvenían con súplicas.

Elizabet: “¿Por qué me hablan así? Así se les habla a los niños.”

Así no pudieron sacarle ni una sola palabra que dañara a ninguno de los hermanos ni a ninguna otra persona.

Señores: “¿Se retrae usted de todo lo que ya dijo aquí?”

Elizabet: “No, señores. Más bien lo sellaré con la muerte.”

Señores: “Ya no vamos a insistir más; usted nos dirá voluntariamente quién la bautizó.”

Elizabet: “No, señores; ya les he dicho que no confesaré eso.”

Entonces sentenciaron a Elizabet, el 27 de marzo de 1549. La condenaron a muerte, a ser ahogada en un saco; y así ofreció su cuerpo a Dios.

Claesken

CONFESIÓN DE UNA MUJER LLAMADA CLAESKEN, QUE DIO SU VIDA POR EL TESTIMONIO DE JESÚS, 1559 d. de J.C.

Preguntas y respuestas entre el comisario y Claesken

El comisario primero me interrogó con relación a mi nombre, mi lugar de origen, mi edad y otras cosas semejantes. Luego me preguntó:

—¿Está bautizada?

Claesken: “Sí.”

Comisario: “¿Quién la bautizó?”

Claesken: “Jelis de Aix-la-Chapelle.”

Comisario: “El embustero ése; él mismo ha renunciado a su creencia. ¿Cómo la bautizó?”

Claesken: “Me bautizó en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.”

Comisario: “¿Dónde recibió usted el bautismo?”

Claesken: “En Workum, en el campo.”

Comisario: “¿Había otras personas presentes?”

Claesken: “Sí.”

Comisario: “¿Quiénes eran?”

Claesken: “No recuerdo.”

Comisario: “¿Quién la llevó a aquel lugar?”

Claesken: “No recuerdo.”

En ambas ocasiones pude dar esta respuesta sin mentir.

Comisario: “¿Están bautizados sus hijos?”

Claesken: “Los dos más pequeños no están bautizados.”

Comisario: “¿Por qué no los bautizó?”

Claesken: “Porque me quedé satisfecha con ellos tal como el Señor me los había dado.”

Comisario: “¿Por qué se quedó tan satisfecha con Abraham y Sicke y no con Douwe, a quien sí bautizó?”

Claesken: “Porque en aquel entonces no sabía mucho acerca de todo esto.”

Comisario: “¿Qué es lo que no sabía?”

Claesken: “Lo que ahora sé.”

Comisario: “¿Qué es lo que sabe ahora?”

Claesken: “Lo que el Señor me ha dado a conocer.”

Comisario: “¿Qué le ha dado a conocer el Señor?”

Claesken: “Que no puedo encontrar en las escrituras que esta práctica deba ser así.”

Comisario: “¿Cuánto tiempo hace que no va a la Iglesia?”

Claesken: “Hace nueve o diez años.”

Éstas son las preguntas que me hizo. No obstante, empleó muchas palabras más y cuando no le respondía en seguida, me decía que estaba poseída por un demonio mudo, que el diablo se había transformado en ángel de luz en nosotros y que todos éramos herejes. Luego me leyó los artículos que yo había confesado y dijo que debían ser sometidos a los señores, y que si yo quería él podría cambiarlos. A lo que yo le contesté:

—Usted no tiene que cambiar nada.

Preguntas y respuestas entre el inquisidor y Claesken

Inquisidor: “¿Por qué se bautizó?”

Claesken: “Las escrituras hablan de una nueva vida. Juan primero llama al arrepentimiento, al igual que Cristo y luego los apóstoles. Ellos le enseñaron a la gente a arrepentirse y a reformarse, y luego a bautizarse. Por tanto, yo me arrepentí, me reformé y luego me bauticé.” En contra de esto, el inquisidor no dijo mucho.

Inquisidor: “¿Por qué no bautizó a sus hijos?”

Claesken: “Porque no puedo encontrar en las escrituras que esta práctica deba ser así.”

Inquisidor: “David dice: ‘He aquí, en maldad he sido formado, y en pecadomeconcibiómi madre’(Salmo 51.5).Al tener encuenta que los niños nacen con el pecado original, deben bautizarse para que sean salvos.”

Claesken: “Si es posible ser salvo por medio de una señal externa, entonces Cristo ha muerto en vano.”

Inquisidor: “Escrito está en Juan 3.5 que debemos nacer de nuevo, de agua y del Espíritu Santo. Por lo tanto, los niños deben bautizarse.”

Claesken: “Cristo no se refiere a los niños, sino a los adultos; fue por ello que me regeneré. Todos sabemos que los niños están en las manos del Señor. El Señor dijo: ‘Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos’” (Mateo 19.14).

Inquisidor: “La familia de Estéfanas se bautizó, lo cual probablemente también incluyó a los niños” (1 Corintios 1.16).

Claesken: “Nosotros no dependemos de las probabilidades; tenemos la plena certeza.” Sobre esto el inquisidor tampoco dijo mucho.

Inquisidor: “¿Qué cree de la Santa Iglesia?”

Claesken: “Tengo buena opinión de ella.”

Inquisidor: “¿Entonces por qué no asiste a los cultos?”

Claesken: “No estimo la asistencia a los cultos.”

Inquisidor: “¿Cree usted que Dios es todopoderoso?”

Claesken: “Sí, lo creo.”

Inquisidor: “¿Entonces también cree que Cristo se transforma a sí mismo y está presente en el pan? Pablo dice: ‘La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?’” (1 Corintios 10.16).

Claesken: “Sé bien lo que Pablo dice y también lo creo.”

Inquisidor: “Cristo dijo: ‘Tomad, comed; esto es mi cuerpo’; al igual que Pablo (Mateo 26.26; 1 Corintios 11.24).

Claesken: “Sé bien lo que Cristo y Pablo dicen, y así lo creo.”

Inquisidor: “¿Cree que Cristo se transforma a sí mismo y está presente en el pan?”

Claesken: “Cristo se sentó a la diestra de su Padre; él no está entre los dientes de los hombres.”

Inquisidor: “Si usted continúa en esta creencia, tendrá que entrar en el abismo del infierno para siempre. Es lo que dicen todos los herejes. Jelis de Aix-la-Chapelle la ha engañado. Él mismo ha renunciado a su creencia porque se dio cuenta de que había errado.”

Claesken: “Yo no dependo de Jelis ni de ningún otro hombre, sino sólo de Cristo. Él es nuestro fundamento sobre quien nos hemos edificado, así como Cristo nos enseña en su evangelio: ‘Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa; y no cayó’ (Mateo 7.24–25). Éstas son ahora las tormentas que golpean contra nuestra casa, pero Cristo es nuestra fortaleza y él nos guardará.”

Inquisidor: “Usted no lo comprende. Hay muchos otros libros que usted no conoce.”

Claesken: “Realmente no necesitamos otros libros que no sean el santo evangelio, el cual el propio Cristo, con su boca bendita, nos ha comunicado, y lo ha sellado con su sangre. Si observamos esto, seremos salvos.”

Inquisidor: “Debe dejarse instruir; los santos Padres de la Iglesia instituyeron la asistencia a los cultos hace mil quinientos años.”

Claesken: “Los santos Padres de la Iglesia no tenían la verdadera santidad. Son mandamientos e instituciones humanas. Los apóstoles tampoco practicaron esta santidad; nunca he leído acerca de ello.”

Inquisidor: “¿Acaso es más sabia usted que la Santa Iglesia?”

Claesken: “Yo no deseo hacer nada en contra de la santa iglesia; más bien, me he comprometido a obedecer la santa iglesia.”

Inquisidor: “Quizá debe hacerse la pregunta: ‘¿Acaso soy mejor quelossantospatriarcasde hacemil quinientosaños?’Seríamejor que usted reconozca que es sencilla.”

Claesken: “Aunque para los hombres soy sencilla, no lo soy en el conocimiento del Señor. ¿No sabe usted que el Señor alabó a su Padre porque había escondido estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las había revelado a los niños?” (Mateo 11.25).

Cierta vez también vinieron con él dos monjes que debían instruirme. Ellos no dijeron mucho, sólo que éramos personas corruptas de entendimiento, réprobas en cuanto a la fe, que estamos siempre aprendiendo y que nunca llegamos al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 6.5; 2 Timoteo 3.7–8). A lo que yo les contesté:

—Cuando llegue el día del Señor, ustedes se darán cuenta que es todo lo contrario. Tengan cuidado que no sean ustedes los que tendrán que decir: ‘Este es el que antes poníamos en ridículo y convertíamos en objeto de escarnio. (…) ¿Cómo ha sido incluido entre los hijos de Dios y participa de la herencia de los santos?’” (Sabiduría 5.4–5).

Entonces ambos dijeron:

—¡He aquí, ella nos juzga!

—Yo no los juzgo —les contesté—, sino que les digo que tengan cuidado. Ahora se dice que vivimos en la locura y que nuestro fin será sin honor, pero cuando llegue el día del Señor será de otra forma.

En conclusión, ellos dijeron que estaba poseída por un demonio y que estaba engañada. Entonces les pregunté:

—¿Es Cristo, pues, un engañador?

—No —me contestaron—, Cristo no es un engañador.

—Entonces no estoy engañada —les dije—. No busco ni deseo otra cosa que no sea temer al Señor con todo mi corazón y no desobedecer (a sabiendas) ni una sola tilde de sus mandamientos.

Después que uno de ellos me dijo otras cosas, él dijo:

—No tengo nada más que decirle; ahora puede considerar el asunto.

—No tengo nada más que considerar —le dije—; sé muy bien que tengo la verdad.

Cuando me presenté ante él nuevamente, me preguntó:

—Claesken, ¿a qué conclusión ha llegado?

Claesken: “He llegado a la conclusión de que debo aferrarme a aquello a lo que el Señor me ha llamado” (Mateo 20.1).

Inquisidor: “El diablo la ha llamado, y él se transforma en ángel de luz en todos ustedes.”

La sexta vez que me interrogó, él me preguntó:

—Cuando Cristo comió la cena con sus apóstoles, ¿no les dio de comer su carne y les dio de beber su sangre?

Claesken: “Él les dio pan y vino, y les dio su cuerpo para su redención.”

Inquisidor: “Sin duda, Cristo claramente dice: ‘Tomad, comed; esto es mi cuerpo’. Usted no puede contradecir esto.”

Claesken: “Pablo dice: ‘Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga’ (1 Corintios 11.23–26). Por tanto, Cristo nos dejó su cena para que por medio de ella recordemos su muerte, y para que también recordemos que él dio su cuerpo y derramó su sangre por nosotros. Deseo comer esta cena con el pueblo de Dios y no con nadie más.”

El inquisidor se afianzó cada vez más en sus tonterías: que debemos comer la carne de Cristo y beber su sangre, ya que se ve claramente que eso es lo que querían decir Cristo y Pablo.

Claesken: “Como las palabras son tan claras, puedo entenderlas bien. Pero es como el mismo Pablo dice, que los que no se convierten al Señor tienen un velo sobre su corazón; en cambio los que se convierten al Señor, de su corazón es quitado el velo (2 Corintios 3.14–16). Nosotros nos hemos convertido al Señor; para nosotros, nada está oculto.”

Inquisidor: “En el capítulo 6 de Juan (versículo 53), Cristo también dice claramente que debemos comer su carne y beber su sangre.”

Claesken: “También está escrito en ese mismo pasaje: ‘Entonces los judíos contendían entre sí, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Jesús les dijo: (…) Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.’ Y nuevamente dice: ‘El que come mi carne y bebe y mi sangre, tiene vida eterna’. También dijo: ‘La carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida’. Los que creen en Dios y andan en toda justicia son templos de Dios en quienes él habitará y andará, como Pablo testifica” (2 Corintios 6.16).

La séptima vez que me interrogó, me preguntó:

—¿No cree usted que los apóstoles comieran la carne de Cristo?

Claesken: “Cristo tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio a sus discípulos; y les dio su cuerpo para su redención.”

Inquisidor: “¿No cree lo contrario?”

Claesken: “No creo nada sino lo que Cristo ha dicho.”

Inquisidor: “Entonces le declaro que estoy limpio de su sangre; su sangre sea sobre su propia cabeza.”

Claesken: “Estoy bien satisfecha con eso.”

Inquisidor: “Con esto la entrego a los señores.”

Más adelante, me volvió a interrogar otra vez y me preguntó:

—¿Aún no cree usted que los apóstoles comieran la carne de Cristo?

Claesken: “Ya le dije.”

Inquisidor: “Dígamelo ahora.”

Claesken: “No volveré a decírselo.”

Inquisidor: “¿Aún mantiene su opinión con relación al bautismo?”

Claesken: “Usted sabe muy bien que el penitente debe bautizarse.”

Inquisidor: “Eso es muy cierto en el caso, por ejemplo, si viene un judío que no se ha bautizado aún. ¿Aún mantiene usted la misma opinión con relación al bautismo de infantes?”

Claesken: “Sí.”

Inquisidor: “¿No cree lo contrario?”

Claesken: “No creo otra cosa que no sea lo que Cristo ha man-dado en su palabra.”

Inquisidor: “En ese caso afirmo que usted será atormentada para siempre en el abismo del infierno.”

Claesken: “¿Cómo se atreve a juzgarme tan severamente, ya que el juicio le pertenece al Señor solamente? (Hechos 17.31). Eso no me asusta. Sé bien que cuando llegue el día del Señor, todo será diferente.”

Luego le pregunté:

—¿Qué dice mi esposo?

Inquisidor: “Su esposo también aún se aferra a sus opiniones; que el Señor les ilumine.”

Claesken: “Ya hemos sido iluminados, gracias a Dios.”

Con relación a mi bautismo, él no dijo mucho. Tampoco dijo mucho acerca del bautismo de infantes. Sino que la mayor parte de su conversación giró en torno a que debemos comer la carne de Cristo y beber su sangre, que esto había sido instituido hace mil quinientos años y que yo era una ignorante que apenas había leído el Nuevo Testamento completo una sola vez. Entonces le dije:

—¿Cree usted que dependemos de las incertidumbres? No somos ignorantes del contenido del Nuevo Testamento. Nosotros renunciamos a nuestros queridos hijos, a quienes no cambiaríamos por el mundo entero, y arriesgamos todo lo que tenemos por causa de la palabra de Dios. ¿Acaso cree que dependemos aún de las incertidumbres? No buscamos nada sino nuestra salvación. Sin duda, usted no puede demostrarnos por medio de las escrituras que practiquemos o creamos una sola cosa que esté en contra de la palabra de Dios.

A esto sólo me contestó que todo lo que teníamos era del diablo y que estábamos poseídos por el demonio de la soberbia.

—Sabemos que los soberbios son quitados de sus tronos (Lucas 1.52) —le dije.

Él hablaba tanto que en ocasiones se imaginaba que yo le estuviera prestando atención. Por tanto, yo tenía que hablar de vez en cuando porque no quería que él creyera eso. No podía soportar oírlo hablar tan fuertemente en contra de la verdad.

Una carta escrita por Claesken a sus amigos conforme a la carne y también conforme al espíritu, escrita en la prisión el 14 de marzo de 1559 d. de J.C., después de lo cual ella, su esposo y su hermano Jacques fueron ejecutados por el testimonio de Jesús

Que el Señor, por medio de su gracia y misericordia, permita que sean saciados todos los que tengan hambre y sed de justicia.

Mis queridos y amados amigos, una vez más mi oración más afectuosa y mi pedido a ustedes es que lean y escudriñen las santas escrituras y que aprendan a temerle al Señor de corazón; por cuanto “el temor de Jehová es el principio de la sabiduría” (Proverbios 9.10). “La sabiduría clama en las calles, alza su voz en las plazas; clama en los principales lugares de reunión; en las entradas de las puertas de la ciudad dice sus razones. ¿Hasta cuándo, oh simples, amaréis la simpleza, y los burladores desearán el burlar, y los insensatos aborrecerán la ciencia? Volveos a mi reprensión; he aquí yo derramaré mi espíritu sobre vosotros, y os haré saber mis palabras. Por cuanto llamé, y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os viniere lo que teméis; cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia. Entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán.

Por cuanto aborrecieron la sabiduría, y no escogieron el temor de Jehová, ni quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía, comerán del fruto de su camino, y serán hastiados de sus propios consejos. (…) Mas el que me oyere, habitará confiadamente y vivirá tranquilo, sin temor del mal” (Proverbios 1.20–31, 33; Isaías 65.12; Salmo 2.4; Job 27.6).

He aquí, mis queridos amigos, reconozcan que el Señor no oirá a los que no le temen ahora (Juan 9.31). Y cuán precioso es el temor del Señor para quien lo escoge; nada se compara con el temor del Señor. El temor del Señor es honor, gloria, alegría y una corona de gozo. El temor del Señor produce un corazón alegre, gozo, alegría y una larga vida. Al que teme al Señor le irá bien al final y hallará el favor de Dios en el día de su muerte. El amor de Dios es honorable. Todos aquellos a quienes la sabiduría les muestra el rostro la aman con sólo contemplarla y conocer sus beneficios. El temor de Dios es el principio de la sabiduría; y el temor del Señor es la verdadera religión. El conocimiento de la religión guarda el corazón y lo justifica. Le da gozo y alegría. El temeroso prosperará en vida, y en su muerte será bendecido. Temer al Señor es la plenitud de la sabiduría. El temor de Dios es una corona de sabiduría que hace que florezca la paz y la plena salud. La raíz de la sabiduría es temer al Señor, pero para el pecador la sabiduría es una maldición. El temor del Señor echa fuera el pecado; porque el que no teme no puede ser justificado (Eclesiástico 1.11). No sean incrédulos, porque la sabiduría no puede entrar en un alma perversa ni vive en un cuerpo dominado por el pecado (Juan 20.27; Sabiduría 1.4).

Mis amados amigos, aprendan bien cuánta diferencia hay entre los que temen al Señor y los que no le temen (Malaquías 3.18). Escudriñen bien las escrituras para que no sean como las ciudades a las que se refiere Cristo en el evangelio, las cuales, que por no tomar con mucha seriedad las obras maravillosas hechas en su presencia, verán que en el día del juicio será más tolerable el castigo para las ciudades de Sodoma y Gomorra que para ellas (Mateo 11.20). Por tanto, queridos amigos, el Señor aún muestra obras maravillosas ante sus ojos por medio de nosotros. Que esto los fortalezca, como dice Pablo al relatar que la mayoría de los hermanos, cobrando ánimo en el Señor con sus prisiones, se atrevieron mucho más a hablar la palabra de Dios sin temor (Filipenses 1.14). Mis queridos amigos, piensen bien en el hecho que cuando el Señor hizo sus milagros, no los hizo por el bien de un solo individuo, como leemos en Juan cuando él resucitó a Lázaro de entre los muertos (Juan 11.42), sino para que la gente viera sus milagros y creyera en él, aunque sólo algunos creyeron en él y otros se ofendieron, diciendo: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?” Así pasa también en el presente con los que no creen, porque a pesar de que ven claramente cuán fuerte y poderoso es el Señor con nosotros, se ofenden y dicen que hacemos esto a causa de la obstinación. Y cuando decimos que los justos deben sufrir persecución, ellos dicen que somos perseguidos por el anabaptismo. Así que esto para ellos es un motivo de ofenderse, pero los que creen en Dios saben bien que debemos sufrir por causa de la justicia. Espero que esto los fortalezca y que para nosotros sea una prueba para ayudarnos a alcanzar nuestra salvación eterna por medio de la gracia de Dios (1 Pedro 2.6, 8; Mateo 5.10).

Mis queridos amigos, tomen con mucha seriedad cuánta gloria se les promete a los que temen al Señor de todo corazón y cuánta angustia le sobrevendrá a cada alma que no haya obedecido al evangelio; tales personas sufrirán pena de eterna perdición y serán excluidos de la presencia del Señor (2 Tesalonicenses 1.8–9). Por tanto, sean obedientes a la verdad y transfórmense por medio de la renovación de su entendimiento, para que comprueben cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (1 Pedro 1.22; Romanos 12.2). Mediten día y noche en la ley del Señor y no permitan que nada impida que oren sin cesar, como las escrituras nos enseñan en muchos lugares. Todo aquel que pide, recibe; y al que llama, se le abrirá (Salmo 1.2; 1 Tesalonicenses 5.17; Mateo 7.8). Por tanto, mis queridos amigos, permitan que se transformen sus corazones, y el Señor les dará lo que necesitan incluso antes que se lo pidan; porque bienaventurados son los de buena voluntad (Lucas 2.14). “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5.6).

Por tanto, anhelan al Señor con un corazón afligido y digan: “Muéstrame, oh Jehová, tus caminos; enséñame tus sendas.

Encamíname en tu verdad, y enséñame, porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti he esperado todo el día. Acuérdate, oh Jehová, de tus piedades y de tus misericordias, que son perpetuas. De los pecados de mi juventud, y de mis rebeliones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí, por tu bondad, oh Jehová. Bueno y recto es Jehová; por tanto, él enseñará a los pecadores el camino. Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera” (Salmo 25.4–9). Por tanto, mis queridos amigos, arrepiéntanse sinceramente, y de todo corazón confiesen sus pecados al Señor; el Señor mira a los pobres y a los humildes de espíritu (Isaías 66.2). Humíllense, pues, bajo la poderosa mano del Señor, para que sean exaltados en la eternidad (1 Pedro 5.6). Por la presente, los encomiendo al Señor; que él los guíe en la verdad.

Mis queridos y amados amigos, aprendan bien esto y se lo digo con el amor sincero y ardiente que tengo por su alma, porque estoy segura que no hay ninguna otra manera por la que podamos ser salvos. He aquí, los amonesto de corazón limpio, y nunca será lo contrario. Por tanto, aunque algunos tengan mucho que hablar

o decir, lo hacen porque no desean cargar la cruz de Cristo ni ser perseguidos por ello, como lo dice Pablo (Gálatas 6.12). No obstante, tomemos por ejemplo que debemos seguir las pisadas de Cristo y que todas las escrituras nos hablan de someternos y de prepararnos para sufrir, como Pablo dice, si sufrimos con él, también reinaremos con él; “porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunde también por el mismo Cristo nuestra consolación”.Y también leemos que todos los santos hombres de Dios fueron puestos a prueba por medio de muchas tribulaciones y aflicciones (Judit 8.25). Leemos de cuán gustosamente recibieron las aflicciones, y de que se regocijaron en gran manera al ser tenidos por dignos de sufrir por el nombre de Dios. Sin embargo, los que no aman sinceramente al Señor desean estar exentos de las aflicciones y aman esta vida temporal más que a su Señor y Dios. Eso a pesar de que Cristo dice: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Marcos 8.35). No es que todos debamos morir por la palabra del Señor, sino que la mente debe estar en semejante estado que prefiramos morir en lugar de quebrantar a sabiendas uno de los mandamientos del Señor. Por tanto, Cristo dice: “El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí” (Mateo 10.37).

Por tanto, mis queridos amigos, a quienes amo de todo corazón, no tengan en cuenta lo que dicen los hombres, mas pongan su mirada sólo en Cristo Jesús, el que padeció tribulación y aflicción por nosotros. Amen al Señor su Dios con todo su corazón y con todo su poder y fuerza. Sí, aunque todo el mundo se levante en contra de ustedes, nadie puede hacerles daño si tienen a Dios por su Padre y si tienen un amor genuino por Dios y por sus santos, porque el amor todo lo puede (1 Corintios 13.7). Pero donde no hay amor genuino, pronto habrá confusión cuando llegue la persecución y la aflicción (Mateo 13.21). Sin embargo, para el que se encomienda al Señor y está poseído por el amor, no hay nada difícil. De no haber experimentado esto en carne propia, me hubiera sido imposible saber cuán fácil es. He aquí, Cristo dice: “Porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11.30). Sí, queridos amigos, estoy aún dispuesta, y amo tanto a mi Señor y Dios que si pudiera salvar mi vida por medio de un pensamiento, pero supiera que no agradaría al Señor, yo preferiría morir y no pensar semejante pensamiento. No me estoy jactando; bien sabe el Señor cuán miserable me he presentado ante él. Pero es por medio de la inmensa gracia, misericordia y amor mostrados a nosotros que somos elegidos para su reino celestial (Efesios 2.7). Ahora sólo siento en mi interior la indecible gracia y misericordia de Dios, su amor y lo mucho que debemos amarlo a cambio (1 Juan 4.19). Sí, esta gracia y este amor son tan grandes ante mis ojos que mi aflicción se vuelve gozo.

Les contaré un poco más acerca de la tristeza que padecía antes de que me apresaran. Ahora recuerdo las palabras del apóstol, que había tenido una tristeza que es según Dios, y que la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación (2 Corintios 7.10). Sí, a veces tenía tanta tristeza que no sabía adónde volverme y en ocasiones clamaba a Dios en voz alta diciendo: “Oh Señor, quebranta mi corazón viejo y dame un corazón y una mente nueva, para ser hallada recta ante tus ojos” (Ezequiel 36.26). Le decía a mi querido esposo: “Cuando aplico la regla de las escrituras a mi vida, me parece como si tuviera que perecer”. Bien podría decir con David: “Porque mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí” (Salmo 38.4). Luego decía: “Mi querido esposo, ora por mí; estoy tan agobiada. Mientras más dirijo mis pensamientos al Señor, más me asalta el tentador con otros pensamientos” (1 Pedro 5.8). Por tanto, clamaba al Señor y decía: “Oh Señor, tú sabes bien que no deseo otra cosa que no sea temerte”. A veces mi esposo me consolaba; a él le parecía que yo no hacía otra cosa que lo que pudiera agradar al Señor. Yo decía: “He dejado mi primer amor (Apocalipsis 2.4). Por tanto, me aflijo y no puedo dormir. No hay esperanza, no puedo morir al pecado. Aún deseo vivir por mucho tiempo. Y aunque nunca he luchado tanto por reformarme, aún sigo siendo tan vil como antes: ‘¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?’” (Romanos 7.24).

Debiera haberles escrito más, pero el mensajero vino y me informó que ya nos íbamos [a la muerte]. Mis queridos y amados amigos, tal fue la condena de júbilo que mi esposo, yo y mi her-mano escuchamos, que nos demostramos amor unos a otros y nuestro corazón estaba contento. Agradecí al Señor en voz alta y todos los señores lo oyeran. Ellos me ordenaron mantenerme callada, pero yo hablé sin temor. Cuando oímos nuestra condena, los tres hablamos y dijimos que habían condenado sangre justa, y dijimos otras cosas más. Mi querido esposo habló de forma amorosa y dijo varias veces, con un rostro alegre, y todos lo vieron:

—¡Sí, damos gracias al Señor!

Así los encomiendo al Señor. Apresúrense a acompañarnos y juntos podemos vivir en la eternidad.

Lijsken

Una carta de Lijsken, la esposa de Jerónimo, la cual ella le escribió en la prisión en Amberes, en el año 1551 d. de J.C.

Que la gracia y paz de Dios el Padre estén con nosotros. Que el amor del Hijo y la comunión del Espíritu Santo estén con ambos para la fortaleza, el consuelo, el gozo y la salvación de nuestra alma.

Mi querido marido en el Señor, quiero que sepas que al principio el tiempo se me hacía larguísimo, pues no estaba acostumbrada a estar encarcelada y lo único que me decían era que me apartara del Señor. Ellos me decían: “¿Por qué se preocupa con lo de la Biblia? Preocúpese más bien en hacer sus costuras. Parece que usted quiere seguir a los apóstoles. ¿Dónde, pues, están las señales que usted hace? Ellos hablaban en otras lenguas después que habían recibido el Espíritu Santo” (Marcos 16.17; Hechos 2.4). Y ellos me decían: “¿Dónde está el idioma que usted recibió del Espíritu Santo?” Pero para nosotros es suficiente haber creído por su palabra, como nos dice Juan, dónde Cristo dice: “Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos” (Juan 17.20). Con esto te encomiendo al Señor. Que la gracia de Dios siempre esté con nosotros.

Que las gracias sean a Dios el Padre que tuvo tal amor que dio a su amado Hijo para nosotros. Que él nos dé tal amor, gozo, sabiduría y una mente tan firme por medio de Cristo y el poder del Espíritu Santo que podamos prevalecer contra las bestias rapaces, los dragones, las serpientes y todas las puertas del Hades que están usando gran sutileza ahora para atrapar, engañar, destruir y seducir nuestra alma. Por eso debemos con humildad y sin cesar, de noche y de día, orarle al Señor; pues el devorador anda alrededor nuestro, buscando a quien devorar; pues no ignoramos sus maquinaciones. Pero aunque ellos son muy astutos, la mano del Señor no se acorta para con los que le aman y hacen su voluntad. Pues “los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos”. Pero “la ira de Jehová está contra los que hacen mal” (Isaías 59.1; Salmo 34.15–16). Por eso todos deben estar seguros que el rostro de Jehová no esté en contra de ellos; pues el alma que pecare, ésa morirá, al menos que se arrepienta antes que venga el Señor. Pero no sabemos cuándo vendrá el Señor, pues vendrá como ladrón en la noche (1 Tesalonicenses 5.2). Por eso creo que es bueno que estemos orando los unos por los otros que nuestra huida no sea en el día de reposo cuando estamos ociosos, ni en el invierno cuando no hay fruto en nuestro árbol. Todo árbol que no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que dé fruto en abundancia (Mateo 24.20; 3.10; Juan 15.2). El Señor también nos dice: “Porque si pecáremos voluntariamente (...), ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios?” (Hebreos 10.26–29). El Espíritu Santo también declara: “Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él; si le negáremos, él también nos negará. Si fuéremos infieles, él permanece fiel; él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2.11–13). “Nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio”, que no amenazaba cuando sufría por nuestros pecados, para que se salvara nuestra alma (Hebreos 12.1–2; 1 Pedro 2.23). Así seamos nosotros también, querido en el Señor, para gloria del Señor y el consuelo de todos nuestros estimados amigos. Deseo que el Salvador crucificado sea un eterno gozo y fuerza para nosotros dos.Yo confío que el Señor, que es el único que es sabio y que le ha dado su sabiduría sólo a los humildes, a los inocentes y a los desechados de este mundo, nos consolará hasta que pase nuestro sufrimiento (Apocalipsis 12.5).

Mi estimado marido en el Señor, con quien me casé ante Dios y su iglesia, ellos dicen que he vivido en adulterio contigo porque no me casé en Baal. Pero el Señor dice que debemos regocijarnos cuando todos hablen mal de nosotros, por causa de su nombre. “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos” (Mateo 5.11–12).

Yo he llorado muchísimo porque te afligiste mucho por mí después de saber que yo dije que a menudo te decía que debíamos abandonar a Assuerus, pero tú no quisiste. No te preocupes por eso, mi muy querido en el Señor, pues si no hubiera sido la voluntad del Señor, nunca nos habría acontecido esto. La voluntad del Señor se tiene que cumplir para que se salve el alma, pues él no nos dejará ser tentados más de lo podamos resistir. Por eso, ten ánimo para estar gozoso, querido en el Señor, y regocíjate en él como antes, alabando y agradeciéndole a él por habernos escogido que fuéramos encarcelados tanto tiempo por su nombre, habiendo sido hallados dignos hasta ahora. Él sabe por qué ha ordenado esto. Aunque los hijos de Israel estuvieron mucho tiempo en el desierto, si hubieran obedecido la voz del Señor, habrían entrado en la tierra prometida con Josué y Caleb. De la misma manera, nosotros estamos en el desierto entre estas fieras rapaces que a diario extienden sus redes para atraparnos (Salmo 35.8). Pero el Señor, que es tan fuerte, no desampara a los suyos que confían en él. Él los preserva de todo mal, sí, como la niña de su ojo. Por eso, contentémonos en él. Tomemos nuestra cruz con gozo y paciencia, y esperemos con una confianza firme en las promesas que él nos ha hecho. No dudemos estas promesas, pues es fiel el que las hizo. Así podremos ser coronados en el Monte Sion, adornados con palmas, y podremos seguir al Cordero. Te pido, mi querido en el Señor, regocíjate en él, junto con todos los buenos amigos, y ora al Señor por mí. Amén.

Capítulos

Introducción

Esteban y otros

Miguel Sattler y otros

Martirio de cuatro señoras

Cartas y confesiones escritas en la cárcel

Lenaert Plover y otros

Otro formato

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