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Cuarta parte

Nace un híbrido

 

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¿Qué le pasó al evangelio del reino?

Hasta aquí hemos visto lo que Jesús y sus apóstoles enseñaron, y hemos visto cómo la iglesia, durante casi trescientos años, siguió la enseñanza de Jesús de forma muy literal. Sin embargo, estas enseñanzas no son practicadas hoy por la mayoría de los cristianos. ¿Qué pasó entonces?

Durante los últimos cuarenta años del siglo III (desde aproximadamente el año 260 al 300 d. de J.C.), la iglesia disfrutó de un tiempo de paz sin precedentes. Hubo persecuciones locales esporádicas, pero no una persecución a gran escala en el Imperio. Esto pareció como una bendición para la iglesia exhausta y acosada que había sobrevivido ola tras ola de persecución violenta desde el tiempo de su fundación.

Sin embargo, la iglesia comenzaba a perder su primer amor. A consecuencia, la iglesia olvidó que Jesús dijo que es una bendición cuando somos perseguidos. La iglesia comenzó a bajar la guardia. Con la persecución fuera de sus mentes, los cristianos comenzaron a reñir los unos con los otros. La teología (aparte de los puntos elementales) siempre había sido algo secundario para la iglesia, pero ahora pasó a la vanguardia. Los airados debates teológicos surgieron a través de todo el Imperio.

Los cristianos también olvidaron las palabras de Jesús sobre el poder eclesiástico: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo” (Mateo 20.25–27). En lugar de desear ser los siervos de todos, los obispos de las principales ciudades del Imperio (Roma, Antioquía y Alejandría) comenzaron a hacer maquinaciones para obtener el poder. El obispo de Roma comenzó a afirmar que él era el sucesor de Pedro y que él tenía jurisdicción sobre todas las otras iglesias.

Los cristianos también comenzaron a perder su separación del mundo. La disciplina comenzó a relajarse, particularmente en Roma. Por primera vez en la historia, los cristianos comenzaron a asumir posiciones gubernamentales. No obstante, la iglesia del año 300 d. de J.C. era aún mucho más disciplinada y estaba más separada del mundo que la gran mayoría de las iglesias de hoy. Pero había retrocedido considerablemente de lo que una vez había sido.

De pronto, la paz de cuarenta años llegó a su fin, sorprendiendo desprevenidos a la mayoría de los cristianos. En el año 303, el Emperador Diocleciano inició la persecución más devastadora que la iglesia jamás había experimentado. Las casas de oración de los cristianos eran quemadas en todas partes, y las Biblias eran combustible para las fogatas. Los soldados encarcelaban a la fuerza a hombres y mujeres y los torturaban con cuanto tormento espantoso pudieran concebir sus mentes torcidas. Aunque muchos cristianos cedieron durante esta persecución, la iglesia en su conjunto permaneció firme. Aunque habían perdido parte de su celo por el reino, los cristianos aún estaban dispuestos a morir por su Rey.

La persecución continuó golpeando a los cristianos durante ocho largos años, pero el gobierno no pudo destruir a la iglesia. Al final, el reino de Dios prevaleció. No había sido una batalla fácil, pero los cristianos le habían demostrado a Satanás que él no podría derrotar el reino de Dios por medio de la fuerza bruta. Agotado, el Emperador Diocleciano promulgó el Edicto de Tolerancia en el año 311, el cual puso fin a la persecución. Al admitir la derrota, el emperador les pidió a los cristianos que oraran por él. Luego el emperador dejó su cargo y más tarde se suicidó. ¡Satanás había sido derrotado!1

Pero, ¿de veras había sido derrotado? Lo que la iglesia no sabía era que Satanás tenía un arma más en su arsenal: la astucia. Si él y el mundo no podían destruir al reino, se unirían al mismo. O mejor dicho, con astucia seducirían a los cristianos para que se unieran a ellos.

El Edicto de Milán

En el año 312, los cristianos recibieron algunas buenas noticias. Constantino, uno de los co-regentes que reemplazó a Diocleciano, había derrotado a su adversario, Majencio, en Roma. Esto era una buena noticia porque Constantino estaba bien dispuesto a ayudar a los cristianos. De hecho, durante la persecución diocleciana, los cristianos que vivían en las regiones bajo el control de Constantino habían sido protegidos de la mayor parte de la persecución.

El año 313 trajo mejores noticias aún. Constantino y su co-gobernante, Licinio, proclamaron un nuevo edicto que puso al cristianismo al mismo nivel de todas las otras religiones. Este edicto, conocido como el Edicto de Milán, decía: “[Acordamos] concederles tanto a los cristianos como a todos los hombres la libertad de seguir la religión que ellos escojan, de manera que cualquier divinidad celestial que exista pueda estar dispuesta a ayudarnos y a todos los que vivan bajo nuestro gobierno”.2 Otros decretos de Constantino y Licinio fueron más tolerantes aún. Cualquier propiedad confiscada a los cristianos durante la persecución diocleciana les debía ser devuelta. Además, todas las casas de oración que habían sido quemadas o destruidas durante la persecución serían reconstruidas a expensas del fondo público.

El Edicto de Milán no convirtió al cristianismo en la Iglesia del estado. Éste solamente instituyó la libertad de religión en el Imperio Romano. Sin embargo, poco después, Constantino adoptó una política indudablemente pro-cristiana para la región del Imperio Romano que él gobernaba. (Licinio, su co-gobernante, aún gobernaba la mayor parte oriental del Imperio.) Un historiador de la Iglesia del siglo IV, Eusebio, quien fue completamente absorbido por todo esto, describe las acciones de Constantino:

El emperador piadoso, gloriándose en la confesión de la cruz victoriosa, proclamó el Hijo de Dios a los romanos con gran valentía de testimonio. (…) En realidad, todos, a una sola voz, declararon que Constantino había aparecido por la gracia de Dios como una bendición general para el género humano. (…)

El emperador, además, procuró personalmente la compañía de los ministros de Dios. Él los distinguió con el mayor respeto y honor posible. Él les mostró gracia tanto de palabra como de hecho, como a personas consagradas al servicio de su Dios. De acuerdo con esto, ellos eran admitidos en su mesa. (…) Él también los convirtió en sus compañeros de viaje, creyendo que así Dios lo ayudaría, ya que ellos eran sus siervos.3

“Bendiciones” para la Iglesia

En cuestión de unos pocos años, los cristianos pasaron de ser una minoría perseguida a ser los favoritos de la corte. Lamentablemente, este favor gubernamental no llegó sin pedir algo a cambio. Cuando un gobierno decide ayudar al cristianismo de alguna manera, por lo general esa ayuda viene acompañada de la participación del gobierno en la Iglesia.

Por ejemplo, ya mencioné que Constantino había decretado que las casas de oración que fueron destruidas durante la persecución deberían ser reconstruidas a expensas del fondo público. Debido a que el estado estaba facilitando los fondos, Constantino lógicamente creyó que el estado tenía cierto derecho de decidir cómo serían las nuevas casas de oración.

Constantino deseaba sinceramente promover el cristianismo a través de todo el imperio. Sin embargo, él era un hombre no regenerado y del mundo. Y, por supuesto, la única manera en que él podría promover el cristianismo era a través de medios humanos. Él tenía la certeza de que las anteriores casas de oración de los cristianos serían insuficientes para alojar a las grandes multitudes de personas que estarían acudiendo a la Iglesia ahora que él, el emperador, estaba promoviendo el cristianismo. De modo que proclamó un estatuto que exigía que los lugares de adoración cristiana a través de todo el Imperio fueran agrandados considerablemente. No sólo esto, él puso la construcción de estas nuevas capillas bajo la dirección de los gobernadores provinciales romanos.4

De hecho, Constantino decidió que los edificios no solamente deberían ser más grandes, sino también más suntuosos. ¿Por qué habían de ser los lugares cristianos de adoración meras casas o simples construcciones cuando los templos paganos estaban tan decorados? ¿No debería ser todo lo contrario? ¿No debería ser la religión verdadera la que tuviera las construcciones más impresionantes? Siguiendo este razonamiento humano, Constantino ordenó que las nuevas iglesias fueran decoradas con columnas impresionantes y techos abovedados. Él dispuso que muchas de ellas tuvieran hermosas fuentes y elegantes pisos de mármol. Constantino deseaba que fuera difícil para un incrédulo pasar frente a una iglesia cristiana sin ser tentado a asomarse dentro del edificio para ver más de su belleza.

Constantino se devanó los sesos pensando en otras formas de “bendecir” a la Iglesia. Pues él creía sinceramente que si bendecía a la iglesia, Dios bendeciría al Imperio.

Muy pronto, Constantino se dio cuenta de que la mayoría de los obispos y ancianos de la iglesia cristiana vivían en la pobreza. Él no creía que esto fuera conveniente para los representantes del único Dios verdadero. De modo que comenzó a pagarles salarios a los obispos y ancianos a expensas de los fondos del estado. Incluso, él llegó a darle una de sus residencias, el palacio Laterán, al obispo de Roma y a sus sucesores. Constantino también eximió a todos los obispos, ancianos y diáconos del pago de impuestos. Además, eximió a todas las iglesias del pago de impuestos sobre la propiedad. Si se tiene en cuenta que los impuestos romanos eran muy altos (y que incluso aumentaron aun más durante el reinado de Constantino), estas exenciones de impuestos resultaron ser un beneficio considerable.

Y lo mejor de todo fue que el estado concedió todos estos salarios y exenciones de impuestos sin demandar compromisos a cambio. O al menos eso parecía.

Los donatistas

En África del Norte, había ocurrido una ruptura en la iglesia con relación al tema de los líderes de la iglesia que habían transigido durante la persecución diocleciana. Con el tiempo, aquellos cristianos que se negaron a relacionarse con los líderes que habían transigido llegaron a ser conocidos como los donatistas. Los otros fueron conocidos como los católicos. A consecuencia de esta ruptura, había dos obispos, dos grupos de ancianos y dos cuerpos de creyentes en Cartago, África del Norte: los donatistas y los católicos. Cada uno afirmaba ser la iglesia legítima en esa ciudad.

En el pasado esta polémica hubiera sido un asunto puramente interno de la iglesia. Pero las “bendiciones” de Constantino a la iglesia crearon un problema de dimensiones completamente nuevas. ¿Cuál obispo recibiría el generoso salario ofrecido por el estado? ¿Cuál obispo y cuál grupo de presbíteros sería eximido del pago de impuestos? ¿Cuál obispo estaría a cargo de la nueva iglesia suntuosa que había sido reconstruida a expensas del estado?

El gobierno de Constantino inicialmente reconoció a Caeciliano, el obispo católico, como el legítimo obispo de Cartago. De modo que a Caeciliano le fue asignado un salario por parte del estado, y él y todos los de su clero fueron eximidos del pago de impuestos. Indignados por esto, los donatistas redactaron una queja que presentaron al procónsul de África, afirmando que ellos eran la iglesia legítima de Cartago. El procónsul le hizo llegar la queja a Constantino. Sin saber qué debía hacer, Constantino designó al obispo de Roma para que viera el caso. Como era de esperar, el poco exigente obispo de Roma se puso de parte del obispo católico, Caeciliano, quien era su amigo.

Creyendo que no habían recibido un juicio justo, los donatistas le pidieron a Constantino que designara a alguien más imparcial para que escuchara su caso. Fue así como Constantino convocó un concilio de obispos en la provincia de Galia (actual Francia) para ver el caso. El concilio se reunió en Arles en el año 314, y una vez más ellos decidieron en favor de los católicos. Los donatistas, por su parte, apelaron una vez más a Constantino. En esta ocasión, Constantino en persona escuchó el caso y también decidió a favor de los católicos.

La polémica de los donatistas sentó un precedente, a partir del cuál el emperador romano se sintió en derecho de convocar los concilios de la Iglesia e incluso juzgar y decidir los asuntos de la Iglesia. El muro entre la iglesia y el estado se había desmoronado en gran medida. Ahora los cristianos estaban dispuestos a mezclar los asuntos del reino de Dios con los asuntos de este mundo.

Constantino, el nuevo obispo

Constantino nombró a cristianos para que ocuparan altos cargos del gobierno porque él creía que Dios bendeciría su mandato si su gobierno estaba formado por cristianos. Irónicamente, sólo unos pocos años antes, Lactancio había dicho: “Dios pudo haberle conferido a su pueblo [i.e., a los cristianos] tanto riquezas como reinos, al igual que lo hizo anteriormente con los judíos, de quienes somos sus sucesores y su posteridad. Sin embargo, él desea que los cristianos vivan bajo el poder y el gobierno de otros, para que no se corrompan a causa de la felicidad de la prosperidad, caigan en la lujuria y con el tiempo rechacen los mandamientos de Dios. Por cuanto esto es lo que nuestros antepasados hicieron”.5

Tal y como Lactancio había predicho sin querer, una vez que los cristianos llegaron al poder, ellos se corrompieron, cayeron en la lujuria y con el tiempo rechazaron los mandamientos de Dios.

A aquellas alturas, Constantino se consideraba a sí mismo el “obispo de los que estaban fuera de la Iglesia”. Es decir, los obispos de la Iglesia eran responsables de pastorear a los que estaban en la Iglesia, y Constantino era responsable de ser el pastor espiritual de los que estaban fuera de la Iglesia. Como obispo secular, Constantino promulgó un decreto que les prohibía a los funcionarios del gobierno ofrecer sacrificios a los ídolos o practicar la adivinación.

No obstante, pronto Constantino comenzó a considerarse a sí mismo incluso como el jefe o el “obispo universal” de los que estaban dentro de la Iglesia.

 

 

Notas finales

  1  Eusebio, Ecclesiastical History, Libro VIII, cap. 17.

  2  Eusebio, Ecclesiastical History, Libro X, cap. 5.

  3  Eusebio, The Life of Constantine, Libro I, caps. 41–42. Philip Schaff y Henry Wace, eds., The Nicene and Post-Nicene Fathers, Second Series, 10 tomos., Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Company, 1982, Tomo 1, 494.

  4  Eusebio, Constantine, Libro II, caps. 44–46.

  5  Lactancio, Libro V, cap. 24; ANF, Tomo VII, 160.