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La conversión de Andrés Dunn

Por Tomás Kelly

 

Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.

Juan 14.6

 

El notable relato de la conversión de Andrés Dunn al leer el Nuevo Testamento

Prefacio

Este folleto se ha circulado extensivamente en muchas partes del mundo donde se habla el inglés. En él se presenta la vida humilde de un campesino irlandés llamado Andrés Dunn, que vivió en el primer período del reinado de Victoria, y expone cómo Andrés vivía en tinieblas y cómo fue conducido a la luz, y llegó a ser una bendición a su familia, a la gente que le conocían y a toda la comunidad.

Mientras que expone claramente la diferencia entre el Andrés que vivía en tinieblas y el Andrés iluminado por la luz del Evangelio, y destaca claramente el profundo contraste entre la verdad y el error, esto se hace de una forma cortés, y el lector puede observar con placer el cambio en su vida y los maravillosos resultados.

Encomendamos esta edición concisa, revisada y con caracteres bien legibles; este relato extraordinario, al cuidado del Gran Pastor, quien también dijo: «También tengo otras ovejas que no son de este redil, aquéllas también debo traer» (Juan 10.16). Se envía con la fe de, que como en el pasado, así también en el futuro, «no volverá a mí vacía» —H.Y.P.

 

Estamos agradecidos que por la ayuda y bendición de Dios ha sido posible presentar esta obra también en el castellano. Deseamos que sirva de ayuda a los lectores en la América Latina, para que encuentren la puerta estrecha que lleva a la vida eterna. Y si alguno recibe ayuda, que la honra y gloria sea a nuestro Señor Jesucristo, el cual derramó Su sangre preciosa, la cual puede cambiar la vida de cualquier persona, como se ve en este relato sencillo.

No fue posible saber quién es dueño de los derechos literarios de la obra original. Daremos el reconocimiento correspondiente al recibir la información adecuada.Los publicadores


Andrés Dunn fue educado como católico romano, y permaneció así hasta que tenía cuarenta años de edad. Así como sus vecinos, él aceptaba que todo lo que enseñaba el clero era la verdad. Era un hombre listo y sensato; pero hasta ahora su sagacidad se había ejercitado sólo en los asuntos de este mundo. Como a la edad de cuarenta años empezó a pensar en el Evangelio de Cristo y de su propia ignorancia tocante al tema, y decidió investigar el asunto sobre el cual dependía su salvación.

Primera entrevista con el Padre Domingo

Por consiguiente fue al Padre Domingo, el sacerdote de su parroquia, y le dijo que deseaba conversar con Su Reverencia.

—Bueno, Andrés —dijo Su Reverencia— ¿qué tienes que decirme?

—Sólo esto, si le place a Su Reverencia, que ya por algún tiempo he estado pensando que aunque sepa hacer un buen trato con algún vecino, en cuanto al Evangelio soy tan ignorante como un caballo o una vaca, y esto no me parece conveniente. ¿Estaría Su Reverencia tan amable para encaminarme en mi búsqueda de conocimiento tocante a este asunto?

—Pero, Andrés —contestó— nunca faltas en la confesión ni en la misa, y eres un hombre honrado; ¿qué más quieres?

—Pues, señor, para decirle la verdad, si alguno me preguntara por qué razón soy miembro de la Iglesia Católica, no le podría dar respuesta; al menos que le dijera que mi padre antes de mí también lo fue, y con sumisión lo digo, ésa me es una razón muy ridícula.

—Pero sabes, Andrés —replicó Su Reverencia—, que eres miembro de la Santa Madre Iglesia, y que no hay ninguna otra iglesia verdadera, y que todos los que no son parte de su comunión son herejes y serán condenados

Dijo Andrés: —Muchas veces he escuchado a Su Reverencia decir esto mismo en la capilla; pero, con sumisión hablo, me atrevo a preguntar a Su Reverencia: ¿cómo sabe usted todo esto?

—Andrés, tú eres el primero de mi rebaño que jamás se haya atrevido a hacerme tal pregunta, y no entiendo tal libertad. Sin embargo, es fácil contestar tu pregunta: Yo lo sé porque la Iglesia dice así.

Al momento Andrés fue desalentado, pero recobrándose el ánimo, dijo:

—Me atrevo a preguntar a Su Reverencia: ¿Cómo llegó usted a tener tal confianza de que la Iglesia no hace errores en tales asuntos? Pues Su Reverencia sabe que es razonable que uno tendría interés en un asunto que juega con tan grande pérdida o ganancia.

Con un gesto triunfante el Padre Domingo contestó: —Si estás tan dado a las preguntas, sabe, pues, que Jesucristo ha prometido estar con su Iglesia hasta el fin del mundo. Por esa razón es infalible, es decir, incapaz de errar.

—Eso sí es importante —exclamó Andrés—, y si Su Reverencia me aclarara este asunto, estaré tranquilo desde ahora y para siempre.

El Padre Domingo, ansioso de deshacerse de él fácilmente, le dijo que esta promesa de Jesucristo se encontraba en el último versículo del último capítulo del Evangelio según San Mateo, y teniendo la promesa por memoria, la repitió en latín para el provecho de Andrés.

—Todo esto —dijo Andrés— puede ser muy excelente y bueno, pues, no sé nada al contrario; pero, por favor, Su Reverencia, no entiendo ni una sola palabra de lo que usted dice.

—Esto bien lo sé —respondió el Padre Domingo—, nosotros tenemos el cuidado de, para el bienestar del rebaño, reservar el poder de explicar tales pasajes a él según la verdadera interpretación de cada uno impuesto por la Iglesia.

—Con sumisión —dijo Andrés—, ¿me quiere dar una explicación de estas palabras cuitas y excelentes'?

—Bueno, Andrés —contestó el Padre Domingo—, el significado de ellas es este: Jesucristo promete estar con cada concilio que ordenara el Papa hasta el fin del mundo; que tal concilio, siendo la Iglesia, será infalible, o sea, no será capaz de errar; y por consecuencia, todo aquel que se atreviera a disputar con sus decretos será castigado como hereje aquí, y el alma del tal será miserable por toda la eternidad.

—¿Podrá ser? —exclamó Andrés asombrado por lo que escuchó —¿que esa oración pequeña contenga todo eso?

—Sí, y mucho más —replicó—— si tuviera el tiempo de decírtelo. Con este pasaje podemos confundir a todo simulador religioso en el mundo; los deja sin palabra alguna.

Obtiene un Nuevo Testamento

Andrés había aprendido a leer y escribir cuando era muchacho, y como tenía buena memoria, todavía sabía leer tolerablemente. Antes trabajaba con frecuencia en la casa del propietario en la vecindad, y lo conocieron como trabajador valiente. La señora de este propietario era muy bondadosa para con los pobres alrededor de ella, y especialmente en las últimas dos épocas de contratiempos se ocupaba diligentemente en proveerles alimentos, de manera que salvó la vida de muchos que se hubieran muerto de hambre. Pero también recordaba que ellos tenían almas que serían salvas o perdidas; y mientras visitaba a los enfermos, ella les llamaba la atención a sus necesidades espirituales. En este tiempo empezó a comprar Testamentos para distribuir entre toda clase de pobres en la vecindad. Aun el mismo Padre Domingo tenía vergüenza de oponerse a este hecho de caridad que ella hacía, sin embargo, en realidad deseaba que ella guardara ese tipo de bondad para sí misma.

Un día cuando Andrés trillaba granos, esta señora bondadosa entró para preguntar a Andrés en cuanto a la salud de uno de sus hijos que había estado enfermo, a quien ella había visitado. Después de haber conversado un poco, ella le preguntó si tenía un Testamento en su casa.

—No, señora—contestó—, pero sí quisiera tener uno para leer y entenderlo.

Inmediatamente ella sacó un Testamento y se lo presentó a Andrés. El guardó el Libro en su bolsillo hasta que terminara su trabajo y luego se encaminó rápidamente a su casa para leer una porción de él esa misma noche. De camino reflexionaba el valor del tesoro que tenía. «Este Libro,» se decía «contiene las palabras de Dios. Si yo poseyera un libro que me diera las instrucciones de cómo enriquecérsele, lo tendría en mucha estima, pero este Libro me enseña cómo ser rico para siempre. ¿Y por qué quisiera el Padre Domingo quitármelo? Venga lo que sea, estoy resuelto a leerlo, ayudándome Dios.»

Después de haber cenado con la familia, se retiró a su pequeño dormitorio. Esa noche leyó unos cuantos capítulos, con lo cual se alegró mucho. Así hizo todas las noches hasta que lo había leído todo.

Al leer, le sorprendió que no hallaba cosa alguna de las que siempre enseñaba el Padre Domingo, ni una sola palabra sobre el papa, de la misa, de la confesión, de la penitencia, la absolución, de los méritos de los santos, de días santos, de comer pescado, del rosario, etc.

«¿Qué?» clamó, «¿Por qué he oído y he sido enseñado toda la vida que todo eso es importante en la religión, cuando no puedo encontrar una sola palabra tocante a ellas en el Testamento?¿Sabrá esto el Padre Domingo, o le habrá dicho Dios al oído que su Palabra no es verdad? ¿O le habrá dado libertad de cambiarla o de añadir a ella?»

Andrés no encontraba nada de estas cosas en el Testamento, y en su lugar halló cosas de mucho más importancia. Fue afectado especialmente por textos tales como los siguientes: «Jesús dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos» «Sí,» se dijo, «esto lo entiendo. Si no fuéramos pecadores, no tendríamos necesidad de un Salvador» Otra vez: «No he venido,» dijo Jesús, «a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento» «¡Qué agradable! Yo soy pecador; Él vino a llamarme a mí, como también a otros» Otra vez: «Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree, no se pierda mas tenga vida eterna» (San Juan 3:16). «Sí,» exclamó Andrés con gran admiración, «¡esto es el amor verdadero! Que Dios enviara a Su Hijo con tal propósito» Pero al serenarse, exclamó: «¡Ay de mí! ¿Qué razón tengo yo de deleitarme con estas noticias? ¿Cómo puedo saber que esto me pertenece a mí?» Pasajes como los siguientes le herían hasta el alma: Los malos irán «al castigo eterno.»» (Mateo 25:46). «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?» (1 Corintios 6:9). Dios «pagará a cada uno conforme a sus obras.., tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo» (Romanos 2:6,9). Cuando leía pasajes como estos se le caía el alma a los pies, pues sabía muy bien que él había sido un pecador, y que merecía que el Dios justo le castigara con destrucción eterna. «¡Miserable de mí!» clamaba, «¿quién me librará?» Durante varias semanas permaneció en tal condición de mente, o elevado con la esperanza o desanimado por el temor.

Su familia se despierta

Andrés tenía una esposa, un hijo y dos hijas. El hijo era de la edad de diez y ocho años y las hijas de diez y siete y quince. Fue imposible ocultarles completamente el estado de su mente, y frecuentemente le preguntaban la razón de su preocupación. Al principio respondía con una respuesta evasiva; pero al llegar a ser más inquisitivos e importunos, les dijo:

—Ay, mi querida esposa e hijos, la religión consiste de mucho más que cualquiera de nosotros hemos sabido. El Nuevo Testamento me dice que soy pecador, y eso es lo que me da esta inquietud.

Su esposa e hijos tenían en gran estima a Andrés. Al principio les pareció que estaba loco, y se asustaron; pero al ver que tenía el juicio cabal en todo otro aspecto, trataron de consolarle diciendo que por cierto era pecador, pero que era tan honrado como cualquiera de sus vecinos y bondadoso de corazón, y que nunca faltaba en cumplir sus deberes.

—Una falsa consolación me es ésta —dijo Andrés— y mala medicina para la conciencia herida. Si ustedes no tienen mejor consuelo para mí que eso, por favor tengan piedad de mí y no me hagan escuchar lo que sólo hace profundizarse más la herida. ¿Cómo me podré despojar de mis pecados?

—Mi querido esposo —dijo la esposa—, ve al Padre Domingo y confiésalo todo a él, y él te dará una absolución en un abrir y cerrar del ojo.

—¡Darme una absolución! —replicó Andrés con un suspiro—. Tal vez en los días de mi ignorancia, pero ahora necesito una absolución diferente. Dios es el único, mi querida, que puede perdonar los pecados; y el Padre Domingo no tiene más poder para perdonar pecados que tú o yo.

Un día tomó el Testamento y leyó en el capítulo 15 de San Lucas. Al llegar al lugar donde el pobre hijo pródigo dice: «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo,» se arrodilló, y aplicando el pasaje a sí mismo, clamó sinceramente a Dios, pidiendo perdón por medio de Jesucristo. Mirando luego en el Libro fue impresionado por estas palabras: «Lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó;» e inmediatamente recordó otro pasaje que había leído: «Y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» ( 1 Juan 1:7). Su corazón fue quebrantado al recibir una vislumbre del amor de Dios al enviar a Su Hijo para salvar a pecadores, y como pecador confió en la misericordia de Dios por medio de Jesucristo, y al instante recibió un consuelo que nunca jamás había experimentado.

Desde ese momento y en adelante Andrés empezó a hablar más claramente a su familia que antes, y les hablaba del amor de Cristo al darse a sí mismo para redimir a pecadores perdidos. Durante un tiempo, a todos les pareció que estaba loco, menos a la hija menor. Desde el principio ella escuchaba sus palabras con mucha atención, y dentro de poco tiempo se acercó a él, y con un semblante expresivo de lo que sentía en el corazón, confesó que había sido afectada profundamente por las cosas que él había dicho; que nunca, ni de día ni de noche, dejaba de pensar en estas cosas; y que su mente estaba en tal condición de inquietud que ahora había venido para que él le diera consejo y consolación. Andrés se deleitó mucho que ella le dijera esto, y le dijo cuán importante es tomar en serio tales pensamientos, y trató de mostrarle el amor de Cristo al pecador mas vil y le amonestó a aceptar la invitación de venir a Cristo sin demora; y que ella no necesitaba nada para recomendarse a Cristo sino sólo sus deseos, los cuales él libremente supliría. No mucho después Andrés tuvo la dicha de ver que su esposa y también su hijo fueron convencidos de la verdad, y buscaron humildemente la salvación al pie de la cruz; de manera que de los de su casa quedó solamente la boa mayor que no era creyente.

Todo continuó así por un tiempo. Ya había pasado más de un año desde que Andrés tuvo su primera conversación con el Padre Domingo, y durante este tiempo, aplicándose al estudio del Nuevo Testamento en todo su tiempo libre, llegó a ser algo hábil en la Palabra y podía, por la gracia de Dios, presentar defensa ante todo el que le demandaba razón de la esperanza que había en él. Entre tanto el Padre Domingo había venido para saber la razón de su ausencia de la confesión y misa. Al principio le faltaba la valentía para confesar la verdad, e hizo alguna excusa por su negligencia, pero después empezó a considerar que no había por qué tener vergüenza de lo que había aprendido en la Palabra de Dios, y que su deber era declarar abiertamente su convicción de sus errores anteriores. Por tanto se resolvió hablar claramente en la primera oportunidad, y sufrir las consecuencias.

Segunda entrevista con el Padre Domingo

Poco después de esto vino el Padre Domingo para ver a Andrés y le reprendió por su negligencia en cumplir con sus deberes.

—Por cierto —dijo el Padre Domingo—, yo creía que esto sería el resultado de tu espíritu inquisidor. Has aprendido, según parece, a despreciar a tu clero, y ya no tienes miedo de la penitencia. Yo no esperaba otra cosa cuando atrevidamente empezaste a leer el Testamento. Si estuviéramos en otro país, pronto pondría las cosas en orden por mandarte a la Inquisición y así pagarías bien tu atrevimiento en dudar la autoridad de tu clero. Pero en este país, ese malvado principio de «libertad de conciencia» está tan de moda que todo hombre puede pensar por sí mismo, y nuestro poder está en una base bien precaria.

—Con todo respeto, señor —contestó Andrés—, no puedo sino expresar mi gratitud a Dios por vivir en un país donde cada cual puede juzgar por sí mismo, ni lo veo como un mérito que se tenga que emplear la tortura para que los hombres sean fieles a su religión.

Luego le habló de esta manera:

—¿Supone usted, señor, que me puede inducir a volver por medio de tales argumentos? Si así es, usted está en gran manera equivocado. Lo que produjo en mí un cambio fue la convicción de que yo estaba equivocado. Y ese cambio es lo que le es tan ofensivo, y espero que nada menos que razonamientos basados sobre la verdad me podrán hacer volver otra vez. Si usted espera hacer algo conmigo, venga a mi casa y exponga delante de mí sus razonamientos. Si los encuentro satisfactorios, no me obstinaré.

El Padre Domingo, apaciguando un poco la ira, se avergonzó por su conducta y decidió entrar. Desmontándose, amarró el caballo cerca de la puerta y se sentó junto al fuego en la chimenea. Andrés se sentó a la par y toda la familia se acercó para escuchar la conversación que tenía promesa de ser interesante.

El Padre Domingo en casa de Andrés

—¿No es esto —dijo el Padre Domingo, empezando la discusión— una presunción extraña en la cual un hombre tal como tú se atreve a discutir acerca de la religión con uno tal como yo que puedo leer y escribir el latín, y he sido criado con estas cosas?

Andrés: —La preocupación de cada uno, señor, tiene que ser sencilla en sí. Si quiero medir un pedazo de tela, pero no tengo metro con qué medirla, la tendré que tomar estimada, o bien aceptar lo que otro me diga; pero teniendo el metro lo pongo en la tela y no se requiere mucha educación para poder saber cuánta tela hay en el pedazo.

Padre D.: —¿Qué quieres decir con esto?

Andrés: —Yo quiero decir, señor, que Dios me ha dado un metro con que juzgar, y que me toca a mí aplicar ese metro. No creo que se requiere tanta educación para usar ese metro, como usted, señor, quiere hacerme creer.

Padre D.: —¡Ah! Ahora veo lo que quieres decir. Quieres decir, supongo, que te son dadas las Escrituras con que puedes juzgar y que todo ha de ser medido por ese metro.

Andrés: —Exactamente, señor.

Padre D.: —Pero, ¿no has considerado que ese Libro es sólo para los educados v que a los que les falta educación tal como tú no tienen nada que ver con él?

Andrés: —Yo sé que muchas veces me ha dicho así, señor, antes de haberlo leído; pero cuando logré leerlo, orando que Dios me diera la gracia para entenderlo, lo encontré sencillo y fácil de entender. No pretendo poder explicar cada parte de ella, ni creo que el más sabio en la tierra pueda; sino confío que lo he entendido lo suficiente para hacerme «sabio para la salvación»>

Padre D.: —De verdad, tú eres el hombre más impudente con el cual jamás me he encontrado; que te parece que entiendes las Escrituras cuando aun los hombres de mucha enseñanza y educación las encuentran difíciles de explicar.

Andrés: —No tengo vergüenza, señor, de confesar que no pretendo tener mucha enseñanza. Pero tal vez si usted considerara los siguientes versículos que he encontrado en el Nuevo Testamento, no pondría tanta importancia en la educación. Nuestro bendito Señor dice: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños» (Mateo 11:25). Otra vez: «Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mateo 18:3). San Pablo también dice: «Mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne» (1 Corintios 1:26). Sería posible citar otros textos de la misma clase, pero esto es suficiente para mostrar que nuestro Señor y sus apóstoles no consideraban la educación como cosa importante como muchos la estiman hoy. Además, señor, usted sabe, así como yo, que nuestro bendito Maestro Jesucristo, cuando anduvo sobre la tierra se ocupó mayormente de hablar con los pobres, y en el Nuevo Testamento podemos leer Sus discursos que tuvo con los pobres. Ahora bien, señor, no veo razón alguna por qué un pobre irlandés no pueda entender la Palabra de nuestro Señor así como un pobre judío. Ni tampoco puedo ver por qué se debe impedir que un pobre irlandés lea lo que Él, siendo más sabio que todos nosotros, tenía por bien decir a un pobre judío.

Como Su Reverencia no esperaba tal razonamiento de parte de Andrés, se quedó un poco perplejo por su argumento y se encontró sin respuesta alguna. Por lo tanto fue obligado a esconderse tras la infalibilidad de la iglesia, diciendo que la Iglesia en su sabiduría había prohibido que sus miembros lean las Escrituras. Tal argumento ya había perdido su efecto en Andrés desde hacía mucho tiempo y él dijo que estaba bien convencido de que la Iglesia, por cuyo favor Su Reverencia rogaba, no podía ser la Iglesia verdadera. Con esto se agotó la paciencia de Su Reverencia. Pero se sostuvo lo mejor que podía, diciendo que él le iba a mostrar por medio de estas mismas Escrituras que todo lo que Andrés resistía en la Santa Iglesia Católica era de designación y autoridad divina.

Andrés: —Si usted puede hacer eso, señor, prometo volver al seno de lo que usted llama la Iglesia Católica.

Padre D.: —Bueno, entonces, dime a cuáles cosas te opones.

Andrés: —La considero errónea en su totalidad; pero las cosas principales a que me opongo son: la misa, la confesión, la penitencia y absolución, el ungimiento, el purgatorio, el rezar, y sobre todo el mérito humano.

La misa

Padre D.: —Empecemos, pues, con la misa. La misa es aquel servicio en el cual los elementos del pan y vino son consagrados por el sacerdote y se convierten en el cuerpo y sangre reales de Cristo. Ofrecidos a Dios son un sacrificio sin sangre por el pecado. Tan solamente tienes que mirar en el Testamento, el cual, según te parece, está todo al favor tuyo, y encontrarás allí que Cristo dice del pan en tales palabras: «Esto es mi cuerpo;» y del vino: «Esto es mi sangre»» ¿Qué puedes decir en contra de un asunto tan claro en sí?

Andrés: —Yo reconozco, señor, que esas palabras se encuentran allí así como ha dicho. Pero, por favor, observa que no hay que entender cada palabra en sentido estrictamente literal. San Pablo, en cuanto a la roca de la cual salió agua para los israelitas, dice: «La roca era Cristo» (1 Corintios 10:4). Pero sería incorrecto suponer que esa piedra en realidad era Cristo; sin embargo, tenemos el derecho de afirmar que lo fue así como podemos decir que el pan y el vino en la misa son verdaderamente el cuerpo y sangre de él. Yo no soy hombre educado, señor, pero el sentido común me enseña que si se puede explicar las palabras de nuestro Señor de manera que no diga lo que parece ser la contradicción más grande e inimaginable, que eso es el sentido con que se debe entender. Ahora señor, si usted tomara esas palabras en el sentido de que ese pan y vino de veras se hicieron carne y sangre, se debe suponer primeramente que una parte del cuerpo de nuestro Señor fue puesto en la mesa después que había bendecido el pan, cuando a la vez su cuerpo quedó completo. O en otros términos, su cuerpo fue removido enteramente de su lugar pero a la vez quedó completamente en su lugar. Pues si Él dice: «Esto es mi cuerpo,» y se ha de entender literalmente, luego Su cuerpo entero y no una parte fue lo que tomó el lugar del pan. En segundo lugar, se debe suponer que una migaja de pan que tal vez ni pesa diez miligramos, en realidad pesa muchos kilogramos. En tercer lugar, se debe suponer que lo que se ve como pan, lo que tiene forma y sabor de pan, a lo contrario de lo que declaran mis ojos, mis manos y mi boca, en realidad es carne y sangre. Y últimamente, peor que todo, se debe suponer que el pueblo de nuestro Señor es alimentado con alimento carnal y no espiritual.

Padre D.: —Eso es juzgar por los sentidos y no por la fe. Andrés: —Señor, si nuestro Señor hubiera dicho: «Esto que veis ya no es pan sino que de verdad se ha cambiado en la sustancia de mi cuerpo, aunque tiene la apariencia de pan,» hubiera sido el deber de sus discípulos haber creído Sus palabras a pesar de la evidencia de todos sus sentidos; pero como El no lo explicó de tal manera, me parece claro que no se debe entender literalmente en esto más que cuando dice: «Yo soy la puerta,» o: «Yo soy el camino.» Se nos dice que nuestro Señor cambió agua en vino en una cena de bodas; pero no les dio licor con apariencia y características de agua y luego les dijo que es vino. Además, señor, nuestro Salvador nos dio una clave a tales pasajes cuando dice: «Las palabras que os he hablado son espíritu, y son vida. El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha» Y además, señor, nuestro Señor dice: «Haced esto en memoria de mí,» lo cual me muestra que Él tuvo la intención de que esa Cena nos recordara de lo que Él ha sufrido por Su pueblo. Después de todo, señor, no puedo sino hacerle dos preguntas sobre este tema. Una es: ¿Dónde, en el procedimiento de nuestro Señor en esta ocasión, encuentra usted cosa alguna con la semejanza de lo que hacen los sacerdotes al celebrar la misa? La segunda pregunta es:¿Por cuál autoridad rehúsa usted dar el vino al laicado? Pues el que deseaba que los discípulos comieran del pan también los mandó a tomar de la copa.

Estas dos preguntas eran enigmáticas para el Padre Domingo y no pudo decir más que la iglesia así lo había ordenado y por tanto tenía que ser correcto. Pero Andrés estaba resuelto a quedarse con el Testamento y que no cedería ni un poquito si no le fuera mostrado claramente de la Palabra de Dios. El Padre Domingo le dijo que era un hombre censurador y que ningún cristiano verdadero podría dudar que estuviera la presencia real en el pan, y le mandó pasar al segundo punto al cual se oponía.

La absolución

Andrés: —Señor, usted dice que tiene el derecho de obligar a su rebano a confesar sus pecados en su oído y para cargarles una penitencia y luego darles una absoluci6n.

Padre D.: —Ciertamente lo tenemos. ¿Cuál buen cristiano jamás lo ha dudado?

Andrés: —Te agradecería, señor, si me mostrara algo en el Nuevo Testamento que apoye esta pretensión.

Padre D.: —Lo puedo hacer muy fácilmente. «A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos» (Juan 20:23).

Andrés: —¿Está seguro, señor, que usted entiende esas palabras correctamente?¿Y puede creer que por la autoridad de esa palabra, cada párroco puede exigir a su rebaño a confesarse para después cargarles una penitencia, y darles una absolución? ¿Dónde habla de confesar en el oído del sacerdote?

Padre D.: —Santiago 5:16 dice: «Confesaos vuestras ofensas».

Andrés: —Estoy muy sorprendido, señor, que usted pretende que este versículo enseña esto. Si usted tomara el resto del versículo, podrá ver lo que quería decir el apóstol: «Confesaos vuestras ofensas unos a otros, hermanos» Por lo cual, está claro que Santiago no quería decir cosa alguna como confesión a un sacerdote. ¿Y de dónde en el Testamento sacan el derecho de cargar la penitencia?

La penitencia

Padre D.: —Ahora sí, es tal como yo pensaba; el asunto se ha aclarado. Es que no te gusta la disciplina saludable de la Madre Iglesia, y esto es la causa principal de tu riña con ella.

Andrés: —Lejos de eso, señor, porque después de haber leído el Testamento, mi conducta externa ha cambiado en gran manera, tanto que, por la gracia de Dios, ya no soy dado a los diversos pecados de antes. Pero quiero saber dónde lo encuentra en la Palabra de Dios.

Padre D.: —¿No has leído lo que dice San Pablo: «El tal sea entregado a Satanás para la destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús» (l Corintios

5:5)?

Andrés: —San Pablo muestra su significado por lo que sigue: «Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros» (1 Corintios 5:13). Según parece, el sacerdote está equivocado cuando toma sobre sí lo que el apóstol encarga a la sociedad de cristianos. En segundo lugar, cuando él obliga a la persona a imponer un castigo a su propio cuerpo, él hace lo que no debe hacer porque el mandato no es: «Cargarles penitencia,» sino: «Quitad a ese perverso de entre vosotros.»

Padre D.: —La penitencia es una disciplina saludable y realiza un fin importante.

Andrés: — Únicamente para el clero señor, porque mantiene la gente con una cierta reverencia para ellos, y les infunde más temor del sacerdote que de Dios mismo. Y en esto digo la verdad, porque diariamente quebrantan los mandamientos de Dios, pero de los mandamientos del sacerdote exigen la obediencia. Yo recuerdo, señor, que si yo confesaba haberme embriagado, recibía una penitencia muy leve, pero al ser guiado un día a escuchar un sermón predicado por alguien que no era sacerdote, usted me obligó a rodear la capilla sobre mis rodillas, y me impuso muchas dificultades a las cuales me sujeté en mi sencillez. Ahora, señor, ¿era mayor pecado escuchar a un sermón que el embriagarme? No; pero al escuchar el sermón le parecía que yo juzgaba por mí mismo, lo cual usted considera el crimen más grande que se puede cometer; pero, al emborracharme sólo quebrantaba un mandamiento de Dios, el cual no afectaba la autoridad del clero. ¿No le parece que se emplea la penitencia más como una conveniencia para el clero que prevenir el pecado? ¿Y no sirve más bien para mantener a la gente en reverencia del sacerdote en vez de guardarles de ofender a Dios? Usted dice que la penitencia es de valor; pero ¿en qué manera, señor?¿Qué puede efectuar con eso? ¿Puede usted guardar a su pueblo de cometer pecados abiertos y escandalosos? Bien sabe usted que no. Los puede asustar para que guarden la cuaresma o algún día santo, o los puede guardar de adorar con los que usted llama herejes; pero no puede hacerlos sobrios o castos, ni honrados. Y en cuanto a su absolución, ¿dónde está la necesidad de ella? Si Dios nos perdona, ¿qué necesidad hay de una absolución de parte del sacerdote? Y si Dios no nos perdona, la absolución del sacerdote no nos puede librar del castigo que nuestros pecados merecen.

Padre D.: —Hombre, como te dije antes, te digo ahora, estás en densas tinieblas; pues la Iglesia ya ha arreglado este asunto muchos años antes de que tú y yo naciéramos, y sería más fácil sacudir el fundamento del mundo que derrumbar la infalibilidad de la Iglesia.

La extremaunción

Andrés opinaba que a la Palabra de Dios le cabía mejor el carácter de infalibilidad que a lo que el Padre Domingo llamaba la Iglesia; y como estaba resuelto a no admitir ningún punto que no tuviese apoyo de la Palabra, no podía es, lar de acuerdo en este punto. Ellos se encontraron obligados a pasar a otro punto, que fue el de la extremaunción.

—En cuanto a esto —dijo el Padre Domingo—, no puede haber ninguna disputa, porque Santiago dice claramente: «¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor» (Santiago 5:14).¿Qué puedes decir de esto?

Andrés: —Bueno, señor, diré esto: que usted ha citado sólo una parte del pasaje, y por tanto está ocultando el significado del apóstol. Él añade: «y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados»» Ahora, señor, aunque no pretendo entender el asunto completamente, lo entiendo suficiente para saber que le ha dado un significado equivocado. Usted unge a un moribundo, para darle un pasaporte al cielo. Pero si se recobrara y después parece ser moribundo lo tiene que ungir de nuevo. Un niño puede ver que Santiago está hablando de un enfermo levantarse después de ser ungido por la oración de fe, de manera que su ungimiento y el de Santiago son dos cosas muy distintas.

Padre D.: —Tú eres un hombre muy presuntuoso, y ¡ay de ti cuando has de morir sin ser ungido por un sacerdote!

Andrés: —De verdad, señor, no tengo ni la más pequeña intención de procurarlo. La Palabra de Dios no la menciona en el sentido que usted lo da; y no tengo temor de no alcanzar el cielo si me muero confiando simplemente en la muerte expiatoria de mi Salvador.

El purgatorio era el siguiente tema

Padre D.: —¿Conque ya no crees en el purgatorio desde que leíste el Testamento?

Andrés: —No encuentro cosa alguna semejante a eso en él, señor.

Padre D.: —¿De veras no puedes? Qué extraño. Tantos hombres grandes lo encontraron. ¿Qué supones que quería decir San Pablo cuando dijo: «El fuego probará la obra de cada uno cual sea» (1 Corintios 1:3)?

Andrés: —Yo veo que el significado está muy claro, señor. Si usted lee el pasaje verá que el apóstol está hablando de las diferentes doctrinas enseñadas por diferentes personas después que haya sido puesto el fundamento de la verdad. Él compara algunas de estas cosas a «oro, plata, piedras preciosas,» lo cual significa sana doctrina; y algunas a «madera, heno, hojarasca,» hablando de la falsa doctrina. Ahora nos dice que todos estos pasarán una prueba al fin, y ¿qué es más adecuado para probar los diferentes materiales de que habla que el fuego? Si las doctrinas fuesen como oro, plata, piedras preciosas, sabemos que no recibirían daño por el fuego, sino más bien, lo contrario. Pero si fuesen semejantes a madera, heno, hojarasca, serían consumidas por el fuego. Pero ¿qué tiene que ver esto con un lugar en donde se queman las almas de los hombres para purificarlas y prepararlas para el cielo?

El Padre Domingo leyó el pasaje después de haber oído la explicación de Andrés, y se sorprendió de que nunca lo hubiera entendido antes. Sin embargo, no admitió que la interpretación de Andrés era correcta; sino le dijo que él lo estaba viendo superficialmente, y que la Iglesia, entendiendo el asunto más profundamente que él, había declarado que tal lugar como el purgatorio existía y que esto era suficiente.

Andrés: —Ojalá no se ofenda, señor, si doy mis pensamientos sobre este tema. Es que creo que no se contendería tanto por el purgatorio si no fuera por la ganancia que le da al clero. Bien recuerdo, señor, cuando yo le daba dinero para ayudar con el pago de las misas para sacar mis viejos amigos y conocidos del purgatorio. Ahora, señor, si usted tiene tal poder, yo creo que debe estar contento de usarlo en misericordia de las pobres almas quemándose, sin buscar recompensa. Pero al ver que las misas tienen que ser pagadas desde antes de decirlas, yo sospecho que la razón verdadera por la cual se mantiene el purgatorio es por el beneficio que le da al clero. No seré convencido que sean sinceros hasta verlos hacer grandes esfuerzos sin paga ni galardón, para ayudar a las almas que, según dicen ellos, están en un estado de sufrimiento. Y aunque pudiera creer que son sinceros, a base de las Sagradas Escrituras me opondré a esa doctrina, porque además de otras objeciones, le da al purgatorio el poder que en toda otra parte es dada a la sangre de Cristo. Por ejemplo: «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7).

Padre D.: —Como te dije antes, ahora lo repito; que eres un hombre poco caritativo, y no hay esperanza de algo bueno en ti mientras sigues pensando que sabes mejor que la Iglesia.

Andrés: —La Palabra de Dios, señor, es mi guía, y no puedo admitir nada que no puede ser aprobado por ella.

Como no pudieron ponerse de acuerdo en cuanto al purgatorio fueron obligados a pasar a la objeción siguiente de Andrés.

Rezar a los santos

Andrés: —¿Qué autoridad tiene, señor, de la Palabra de Dios para rezar a los santos'?

El Padre Domingo ya se encontraba como un pez fuera del agua, y no encontró nada en las Escrituras para apoyar el orar a los santos. Él dio un pasaje indirecto del hombre rico en el infierno orando a Abraham. Pero desgraciadamente, el ejemplo de un alma perdida es una mala comparación a los piadosos en la tierra, y viendo esto se refugió tras la infalibilidad de la Iglesia y mandó proceder a la objeción siguiente.

El camino verdadero

—Yo pudiera —dijo Andrés— hablar mucho sobre los títulos impíos que se dan a la virgen María, tales como «madre de misericordia», «refugio de pecadores», «puerta del Cielo», etc. Yo pudiera manifestar lo absurdo que es el rosario, el agua bendita, etc. Pero vendré a lo que considero lo peor de todo, y eso es la manera en que los pecadores han de obtener el favor de Dios. Antes de leer la Palabra de Dios, yo creía que si yo no cometía ningún pecado muy grave, y si con regularidad cumplía con mis deberes, que era un buen cristiano. Si disfrutara de los ritos de mi Iglesia a la hora de la muerte, no habría nada que temer. Esto es lo que aprendía, y todo lo que aprendí en la capilla. Pero desde que leí el Testamento, encuentro el caso muy diferente de lo que pensaba. Aquel Libro, el cual contiene la sabiduría de Dios, me dice primeramente que yo, junto con toda la humanidad, soy pecador ante Dios; y que nosotros todos, por causa del pecado, merecemos la miseria eterna; y que nuestra naturaleza está enteramente corrupta e impía, según éstos pasajes: «Para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios» (Romanos 3:19); «los designios de la carne son enemistad contra Dios» (Romanos 8:7); «el deseo de la carne es contra el Espíritu» (Gálatas 5:17); y «Porque de dentro del corazón de los hombres salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez» (Marcos 7:21,22).

—Me dice, en segundo lugar, que los que son salvados lo son gratuitamente por la gracia de Dios, por medio de la muerte y los méritos de Jesucristo, sin ningún mérito de sí mismos, según lo que sigue: «siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, hasta manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados» (Romanos 3:24,25). Y otra vez: «no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo,» (Tito 3:5). Otra vez, me dice que los que participan de esta salvación son hechos participantes por fe, según muchos pasajes que pudiera mencionar, pero con lo siguiente será suficiente para nuestro propósito ahora: «Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe» (Romanos 3:28). Y otra vez: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo;» (Romanos 5:1). Y otra vez: «Por gracia sois salvos por medio de la fe» (Efesios 2:8). Ese libro me dice además, señor, que los que son hechos participantes de esta fe preciosa son por este medio unidos a Cristo, como una rama está unida a su árbol, o un miembro a su cuerpo; que son celosos de buenas obras, y se dedican a Dios.

Aquí Andrés fue interrumpido por el Padre Domingo, el cual se levantó con gran ira, diciendo que si hubiera sabido cómo saldría ni siquiera hubiera puesto su pie dentro de la casa. Volviendo al resto de la familia, les preguntó:

—¿Están todos ustedes resueltos a seguir a este hombre en su perversa apostasía de la Iglesia?

Todos menos la hija mayor contestaron sin vacilar que si habían tenido dudas hasta aquí, lo que acabaron de ver y escuchar les había convencido que Andrés estaba en lo correcto y que él estaba equivocado.

Padre D.: —Si el caso es así, les notifico que si no me detienen por su arrepentimiento, les cortaré a todos de la Iglesia el domingo próximo.

Excomunión

Habiendo dicho esto, cogió el sombrero, cerró la puerta de golpe, y montando el caballo salió. Él dijo para sí: «Esta última razón lo convencerá, o si no, a lo menos sirve para asustar a su esposa e hijos; pero si no sale así, hay que tratar de esta manera con ellos para que otros no cojan sus prácticas»>

Pero Andrés no fue afectado por las amenazas del Padre Domingo, sabiendo que no tenía poder para hacerle daño. Pero se afligió al ver un hombre, que se decía ser ministro de Jesucristo, tan ignorante del significado verdadero de las Escrituras.

El Padre Domingo, al ver que Andrés y su familia fueron firmes, los cortó (menos a aquella para quien todavía tenía esperanza) de la comunión de la Iglesia Católica el domingo siguiente. Al darse cuenta de esto, Andrés tuvo lástima por el hombre quien se suponía que tal exclusión podría afectar el estado de él. É1 sabía que si hubiera continuado en sus pecados nunca hubiera sido excluido, y que sólo fue después de llegar a conocer el Evangelio que vino a ser objeto de antipatía para el Padre Domingo. Más bien se regocijaba que fuera tenido por digno de sufrir desprecio por su Maestro celestial y oró fervientemente que pudiera soportar el oprobio y la oposición sin enojo y sin impaciencia.

Obtiene una Biblia

Siempre cuando leía el Nuevo Testamento, Andrés comprendió que muchos pasajes se referían a otro Libro que le era desconocido, y sin el cual era difícil o imposible entender el significado de tales pasajes. Sintió un gran deseo de saber qué era ese Libro en cuestión; y no sabía quién le podía contestar sus preguntas sobre el asunto mejor que la señora amistosa que le había dado el Testamento. Se resolvió aprovechar alguna oportunidad para informarse de su confusión y pedir consejo de ella. También tenía deseo de expresar su agradecimiento por el regalo que te había dado anteriormente.

Por tanto, en la primera ocasión él expresó su gratitud por la benignidad que le había mostrado la señora bondadosa, y después de muchas disculpas preguntó si no le podía conseguir en alguna parte el Libro de que tantas veces se hablaba en el Testamento, pues él veía que sin tener aquello muchas partes de lo que había leído le quedarían incomprensibles. Ella le dijo que aquel Libro de que hablaba se llamaba el Antiguo Testamento, o sea aquella parte de las Sagradas Escrituras que fue escrita antes de que nuestro Salvador anduviera en esta tierra. Le prometió conseguirle una Biblia que incluye ambos Testamentos. Así que Andrés estaba contento cuando llegó a poseer una Biblia. Le dio satisfacción al leer el Antiguo Testamento. Había muchas partes que no entendía. Estaba muy feliz con la historia de la liberación de los hijos de Israel de Egipto y su entrada victoriosa en la tierra de Canaán. «Sí,» se decía «yo también era un miserable esclavo del pecado, pero la gracia divina, Dios me ha puesto en libertad, y aunque estoy ahora pasando por el desierto de este mundo, vendrá el tiempo cuando mi Dios me hará poseer el Canaán celestial » El libro le fue una mina abundante de tesoros espirituales; y en cualquiera situación en que se encontraba o cualesquiera que fueran sus sentimientos, casi siempre en los Salmos encontraba algo que se acomodaba a su caso. También se alegró al leer las profecías de Isaías. En breve, Andrés percibió esa correspondencia deleitosa entre el Antiguo y Nuevo Testamentos que comprueba que ambos eran dictados por el mismo Espíritu.

La adoración familiar

Andrés llegó a creer que era su deber, como padre de una familia cristiana, introducir en su hogar la adoración familiar. Desde que había llegado a conocer la Palabra de Dios él había gastado una parte de cada día en oración secreta. Él había arrojado «a los topos y murciélagos» su rosario y todos sus ídolos y oraba sencillamente, expresando sus peticiones y deseo de ser bendecido. Pero aunque lo podía hacer a solas, tenía miedo que no lo podría hacer en presencia de la familia. Un día se animó y habló de esta manera a su familia:

—Mi querida esposa e hijos, por medio de la misericordia divina la mayoría de nosotros hemos llegado a conocer la Verdad. Sin embargo no es suficiente que glorifiquemos a Dios como individuos solamente, debemos tratar de hacerlo también como familia. Pues, una señal de distinción entre las familias que tienen el temor de Dios y las que no lo tienen es la adoración familiar. Por algún tiempo he estado un poco vacilante para empezar con esto por mi propia incapacidad, pero ahora veo que esta excusa venía más que nada por el orgullo, y estoy resuelto, por la gracia de Dios, a no demorar más en hacer lo que estoy convencido es mi deber. Vamos a empezar en esta noche.

Todos estaban de acuerdo; y después de haber terminado la cena, Andrés abrió su Testamento y leyó el tercer capítulo del Evangelio según San Juan. Se atrevió a hacer unos cuantos comentarios, y habiendo terminado se arrodilló, junto con su familia, y oró. Lo hizo desde la abundancia de su corazón. Dio gracias a Dios por los alimentos, por vestimentas, y por una casa en que vivir. Pero sobre todo alabó a Dios por su gran amor por el cual envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores y por haber concedido que él, con la mayor parte de su familia, pudiera participar de la plenitud de Su gracia. Ofreció también ruegos fervientes por todos sus amigos y por sus enemigos, si hubiera alguno. No se olvidó de mencionar al Padre Domingo. Oró por él y por todo su rebaño, y fervientemente pidió que todas las bendiciones del Evangelio descendieran sobre ellos. Oró también por el bien del país en que vivía y que la religión verdadera podría aumentar en todo lugar, y terminó con encomendarse con todo lo suyo en las manos del que «no se adormecerá ni dormirá».

Esa misma noche Andrés tuvo una oportunidad de ver la benignidad de Dios en guardar a los que confían en Él. A la medianoche se despertó por el ladrido del perro. Se levantó para ver por qué ladraba, pero al no ver ni oír nada se iba a acostar, pensando que todo estaba bien. Pero olla humo en la casa, y al investigar encontró que una pequeña brasa se había caído en el montón de paja que estaba en la esquina, y que la paja casi se había encendido, de manera que tenía razón de creer que si no se hubiera despierto a tiempo, toda la casa se hubiera incendiado y él con toda la familia hubieran sido consumidos, o si no, se hubieran escapado con sus vidas solamente, perdiendo la casa y los pocos bienes que poseían. Andrés apagó el progreso del mal y dio una exclamación de gratitud en reconocimiento al Autor, de todo bien, por Su benigna protección, y se volvió a acostar. Cuando la familia se había reunido, después de amanecer, les contó todo lo que había acontecido, y tomó la oportunidad para ensalzar la bondad de aquel Dios quien los había vigilado.

El peor enemigo de Andrés

Cuando el Padre Domingo excomulgó a Andrés y su familia, habló mucho en cuanto a la herejía, y dio a entender que el hacer daño a un hereje casi no era ofensa. Ahora, estaba presente Santiago Nowlan, el cual guardaba rencor en contra de Andrés por una parcela de terreno que él tenía, y deseaba, en alguna oportunidad apropiada, hacerle pagar caro por su ventaja. Al oír Nowlan que a Andrés le llamaban hereje y que fue bien maldito por el sacerdote, se dijo: «Ahora me puedo vengar de Andrés Dunn. El Padre Domingo dice que a un hereje se debe considerar como un gentil y publicano, y supongo que si estuviera en un país extranjero, lo quemarían como enemigo de la Iglesia, pero en este país es contrario a la ley quemar a herejes. Ahora bien, si Andrés Dunn merece ser quemado, y no hay nada que lo impide menos unas leyes heréticas, no puede ser malo, sino más bien muy bueno, darle a Andrés una buena paliza que recordará por toda la vida. Esto más bien sería como un servicio a Dios, y tanto más, ya que yo tendría el riesgo de sufrir por la crueldad de esas leyes que prohíben a los buenos castigar a los herejes malvados como lo merecen. Todo esto es cierto y yo se lo voy a enseñar a ese perro.»

Habiendo resuelto esto, decidió ir a la casa de Andrés Dunn la siguiente noche para infligirle un castigo según merecía su comportamiento anormal respecto a la Madre Iglesia.

Por consiguiente, atravesando los potreros llegó a la puerta de la casa de Andrés, a eso de las ocho de la noche, apenas que Andrés había terminado la lectura de un capítulo de la Biblia y se había arrodillado con su familia para dar gracias a Dios por las bendiciones del día y para implorar el favor de Dios por el futuro. Santiago se detuvo a la puerta por un momento para darse cuenta de lo que se decía o hacía adentro, cuando de un pronto escuchó una voz conocida. El reconocía la voz de Andrés, pero no hablaba como si estuviera en una conversación con otro, ni era semejante a cosa alguna que jamás había oído. Después de escuchar por un rato y mirar por una rendija, comprendió que Andrés estaba haciendo oración, junto con su familia. Por curiosidad, se puso a escuchar lo que se decía, y al ver la devoción del hombre y de su familia, se asombró de tal modo que se olvidó por completo del propósito con el cual había venido. Le oyó dar gracias a Dios por todas las bendiciones que disfrutaban, pero más que todo por lo que le había hecho por redimirle a él y a su familia del pecado y de la muerte; pero lo que le afectaba más fueron sus ruegos por sus enemigos. «Oh Señor, sí en este mundo tengamos enemigos, perdónalos, cualesquiera que sean sus designios o pensamientos poco amables hacia nosotros. Bendícelos con el conocimiento de Tu salvación y ayúdanos en toda ocasión a devolverles el bien por mal», fue su oración sencilla. De esta manera continuó por un rato, y Santiago se asombró sobremanera. Cuando se había terminado la oración, sintió que bien podría abrazar al hombre a quien había salido a hacer daño.

«¿Qué?» se preguntó «Les este hombre un hereje? Si lo es, ¿dónde están los cristianos? Estoy seguro que no están en la congregación del Padre Domingo. Si todos los que se llaman cristianos, inclusive el Padre Domingo, fueran como este pobre Andrés, ¡cuán diferente sería este mundo!»

Todo propósito de hostilidad que tenía en contra de Andrés fue de una vez echado a un lado y él empezó a culparse severamente por haber formado un designio para hacerle daño. «¿Hacerle daño?» dijo, «Dios me libre. ¡No! Que mí mano derecha se olvide de trabajar antes de que sea empleada para herir a tal hombre»

Se convierte en su amigo más íntimo

Se iba a regresar, pero al pensarlo más, decidió entrar y contar a Andrés lo que había pensado hacerle y pedirle perdón.

Tocó la puerta, y después de ser admitido por la familia, Andrés sinceramente le invitó asentarse junto a su pequeño fuego.

—¿Has oído —dijo Santiago Nowlan— que el Padre Domingo te maldijo a ti y a tu familia el domingo pasado en el templo?

—Yo oí —dijo Andrés—, y de todo corazón le tengo lástima y oro por el pobre hombre equivocado.

—¿Pero no tienes miedo —preguntó Nowlan— de las maldiciones del sacerdote?

—Ni un poquito —contestó— mientras esté convencido que Dios me bendice.

—¿Sabes, Andrés, que yo vine acá esta noche con la intención de castigarte como hereje, y a la vez vengarme por nuestra vieja disputa sobre el terreno?

—En cuanto a la herejía, —dijo Andrés—, únicamente aquel que se aparta de la Palabra de Dios es hereje, y yo estoy dispuesto a sufrir cualquier consecuencia por guardar esa Palabra contra todos los sacerdotes del mundo. Y en cuanto a la riña por el terreno, bien sabes, Santiago, que no hubo nada injusto ni poco amable en mi conducta tocante al asunto, pero si te parece al contrario, yo ya estoy dispuesto a entregar el terreno con las pocas mejorías que he hecho, si el propietario está de acuerdo. Aunque yo tengo una familia, para la cual tengo que proveer, prefiero dejar todo lo que tengo y confiar en el Señor para nuestras necesidades y no que alguno tenga ocasión de quejarse contra mí.

—Dios me libre —dijo Santiago— que yo tome tu terreno. No, Andrés, lo conseguiste en manera justa. Quédate con él, y lo único que pido es que perdones mis designios malignos contra ti, y que me tengas por amigo.

—De todo corazón te perdono —dijo Andrés— y pido a Dios que te convenza de tu condición, como a mí me ha convencido de la mía, y que por su gracia te haga volver a él.

Aunque Santiago no entendía bien el deseo de Andrés, estaba seguro que era algo bueno en sí y algo que él mismo necesitaba, por tanto sentía un fuerte deseo de decir un sincero Amén. Entonces contó a Andrés lo que realmente había cambiado su resolución, y le preguntó si a menudo oraba con su familia de la manera que había observado. Cuando contestó afirmándolo, él pidió permiso para venir y estar presente alguna vez con ellos.

—Claro que sí  —contestó Andrés—, si no te ofendes por mi torpeza.

—De ninguna manera —contestó sinceramente— nunca en toda mi vida he sido tan afectado por una oración hasta escuchar la suya ahora. En cuanto al Padre Domingo, yo no sé nada de lo que está diciendo. Sus oraciones son muy eruditas para personas como yo; y si no fuera para poder decir que estuve en la misa, yo creo que bien pudiera quedarme en casa. Nunca podía entender por qué deben decir las oraciones en la capilla en una lengua extraña. ¿No es el mismo inglés un idioma igualmente bueno en el cual podemos orar como cualquier otro? Así la gente pudiera entender lo que están diciendo.

—Lo que dices es correcto, Santiago; baste ya el tiempo que hemos estado en ignorancia. Es ya hora que pensemos por nosotros mismos. —Entonces le dijo que todas las noches aproximadamente a la misma hora se encuentran en lo mismo en que él les había encontrado, y le aseguró que todos estarían muy contentos de verle, y que si vendría un poco más temprano pudiera también cenar con ellos. Santiago le agradeció y fue a su casa.

De camino a casa reflexionaba sobre los sucesos de la noche. «Yo salí resuelto a darle a Andrés Dunn un buen castigo, ni me importaba mucho si lo hubiera matado, y aquí regreso sin haberle tocado ni siquiera un cabello de su cabeza. Más bien vengo lleno de un profundo respeto para el hombre, y regañándome por haber designado un plan de hacerle daño. Juzgando por la apariencia, hay más de cristiano en Andrés que en el Padre Domingo.»

Él durmió muy poco aquella noche, y trabajando el día siguiente meditaba en lo mismo. Esa noche llegó a la casa de Andrés y participó con Andrés y su familia en su adoración. Andrés sentía que debía orar por su visita, para que Dios se complaciera de iluminar su entendimiento y conducirle a toda la verdad. Después de la oración se encontraban conversando sobre el tema de la religión, y tan engreídos estaban que no se dieron cuenta cómo pasaba el tiempo. Casi a medianoche se separaron. La conversación se trataba más que todo en:¿Qué debe hacer un pobre pecador, estando convencido de que merece la ira de Dios y que tiene un corazón de maldad, para ser salvo? Andrés claramente le mostró a Santiago por las Escrituras que ni todas las penitencias que podría hacer, ni todas las mortificaciones a que se sujetara, ni todas las oraciones que rezara durante toda la vida le podrían restaurar al favor de Dios; que la Palabra de Dios mostraba una sola manera por la cual se podía efectuar, eso es por el poder expiador de la ofrenda de Cristo, aplicado por fe al alma. También le mostró como el amor de Cristo constriñe al creyente a dedicarse al servicio de Dios, de manera que no continúa en pecado sino que lo aborrece, lo resiste y lo vence. Estos eran los temas que tocaron esa noche, y le agradó a Dios abrir el corazón de Santiago para que recibiera las verdades importantes que había escuchado, de manera que Andrés tuvo la satisfacción de verle poseído de una buena esperanza en Cristo, dando testimonio de ella al mundo.

La porra quemada

Santiago Nowlan era un gran buscapleitos. El iba a todas las fiestas y competencias de lanceros buscando pleitos para divertirse, o en otras palabras, sembraba discordia entre la gente para que pelearan unos con otros sin misericordia. Tenía mucha fuerza y llevaba consigo un palo conocido como una porra. Pero este hombre del cual todos tenían miedo fue cambiado por la influencia del Evangelio, y fue un ejemplo notable de esta verdad: «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es» (2 Corintios 5:17). Aun su semblante fue cambiado; pues antes, su aspecto era feroz, y bien manifestaba su disposición salvaje que estaba dentro. Pero después de ser transformado por la verdadera religión, se veía una sonrisa amable que indicaba la serenidad y tranquilidad de su alma. Una noche trajo este gran palo a la casa de Andrés y le dijo que había venido a formalmente entregar al fuego el instrumento con el cual tantas veces había hecho la obra del diablo.

—Esta es la misma arma —dijo— con la cual te iba a golpear aquella noche, y no puede haber mejor lugar para quemarla que aquí. —Con eso la arrojó al fuego, y mientras se quemaba decía:

—Bendito Redentor, estas manos se han empleado demasiadas veces en lo indebido, buscando travesuras, y estos ojos han mirado con satisfacción demasiadas veces escenas horrorosas. Pero Tu gracia me ha enseñado a aborrecer mi maldad anterior. Ahora ninguna sangre deseo ver sino la sangre de Tu cruz por la cual redimiste mi alma. Y mientras la contemple por fe, muera yo al pecado, y consagre mis fuerzas para cumplir Tu bendita voluntad.

El círculo se agranda

Habiendo encontrado la salvación, Santiago Nowlan ansiaba que su familia también poseyera la misma bendición. Por tanto, les rogaba que le acompañaran a la casa de Andrés, para participar en la adoración. Todos se mostraron sin interés, y por algunos días rehusaron. «¿De veras sería provechoso?» se preguntaban «¿ir a orar con tal hombre?» Pero no pudieron pasar por alto el gran cambio que hubo en Santiago. Ya no era pendenciero ni borracho como antes, sino que se quedaba en casa y trataba de hacer feliz a su propia familia. No pudieron negar que Andrés Dunn (pues aún no sabían que era la obra de Dios) había logrado en pocas semanas lo que el Padre Domingo no había podido lograr a través de sus predicaciones, penitencias y aspersiones santas por veinte años. Al fin cobraron ánimo y decidieron irse con él. La oración de Andrés era sencilla y emocionante, y no había ojo sin lágrimas en esa pequeña congregación. Al llegar a casa empezaron a alabar a Andrés; y la siguiente noche no fue necesario rogarles que fueran.

Sin más detalles, sólo quiero mencionar que la familia de Santiago Nowlan pronto empezó a sentir el poder del Evangelio, y mostraron ese cambio por volver a Jesucristo, y alcanzaron una vida nueva. Andrés ahora tuvo la dicha de ver a su hija mayor, con plena convicción renunciar sus errores y abrazar la verdad, de manera que esa pequeña familia estaba en completa unidad. Los domingos, la familia de Santiago Nowlan y ellos se congregaban regularmente para adoración y alabanza a Dios.

Por algún tiempo sólo esas dos familias se atrevían a adorar a Dios singularmente en su manera sencilla y espiritual. Otros temían juntarse con ellos por miedo a las maldiciones del Padre Domingo y las burlas y oposición que tuvieran que soportar por su adhesión a las Escrituras. Sin embargo, después de que pasara la primera impresión dada por las denunciaciones del sacerdote, algunos empezaron a reflexionar sobre el gran cambio en las vidas de Andrés Dunn y Santiago Nowlan, especialmente de éste. Observaron el orden en sus familias, el trato benigno y bondadoso unos a otros. También fueron impresionados por el mejoramiento en las circunstancias exteriores de éstos. Ellos esperaban que, según lo que decía el Padre Domingo, Dios demostraría Su disgusto por alguna señal providencial, tal como destruir su casa o arruinar sus siembras, por ser herejes. Pero en vez de esto, Andrés prosperaba económicamente más que cualquiera de sus vecinos de su clase. «La religión pura» más bien le resultó como fuente de provecho para esta vida así como para beneficio eternal, pues su esposa e hijos llegaron a ser activos y trabajadores en vez de perezosos y ociosos como antes. Mientras que él trabajaba para el propietario, su hijo cuidaba las siembras de la pequeña finca, y su esposa e hijas se veían trabajando felizmente con las ruecas, hilando. A1 ver estas cosas, muchos empezaron a pensar más favorablemente en cuanto a Andrés que al principio; y con tiempo se animaron a ir un domingo por la mañana para asistir al culto en la casa de Andrés. Otros deseaban saber cómo conducían el culto, pero no teniendo el valor de entrar, escuchaban afuera por las ventanas. Así se llegó a romper, poco a poco, la barrera que los impedía. Andrés se adhería solamente a las Escrituras, e instruía a todos a que no se dejaran llevar por ningún otro. Después de un tiempo, le dio placer al ver que sus esfuerzos de enseñar el Evangelio según la Santa Biblia, no fueron en vano. Se esforzó mucho en convencerles que él no intentaba enseñarles nada nuevo, sino mostrarles sencillamente lo que contenía la Palabra de Dios, y que era la responsabilidad de ellos leer esa Palabra como si no hubieran aprendido nada antes, y que, haciendo esto, encontrarían que contiene todo lo necesario para su salvación.

Comienzan cultos en casa

También le agradó a Dios, por medio de la persuasión sencilla de Andrés, despertar a otros de su indiferencia e inclinarles a leer la Santa Palabra. Unas doce familias empezaron a preocuparse en lo relacionado a la eternidad y a estudiar la Palabra de Dios para ver si las cosas que decía Andrés eran así. Primero fueron sorprendidos y luego convencidos. Sus prejuicios decayeron delante de la santa verdad de Dios, y Andrés tuvo el placer de contestarles las preguntas y de animar a los que deseaban unirse en adoración al nombre del Redentor quien les había llamado de las tinieblas a la gloriosa luz del Evangelio.

La casa de Andrés ya se llenaba dos veces cada domingo, y aunque el culto careciera de esplendidez como recomendación, no obstante, fue a tales que Dios prometió escuchar, a los que adoran «en Espíritu y en verdad» Y los que se congregaban allí encontraron por su propia experiencia bendita que Dios no hace acepción de personas.

Al final del culto de la mañana, recogían una ofrenda de lo que ganaron durante la semana (1 Corintios 16:2). Andrés Dunn y Santiago Nowlan fueron escogidos para administrar el pequeño fondo, lo cual hacían fielmente, aun hasta registrar todo en una libreta. Como todos estaban dispuestos a contribuir según podían, pudieron hacer mucho bien en la comunidad. Tenían en su lista seis ancianos que no podían trabajar, y cada uno recibía cada semana una pequeña cantidad de este fondo. La recibieron con gratitud. En especial cuidaban y visitaban a los enfermos, comprando lo que les faltaba. De esta manera alumbraba su luz delante los hombres y probaron que su religión no consistía solamente en palabras o en la apariencia, sino en la fe que obra por el amor.

La muerte del Padre Domingo

Después de esto, Andrés se dio cuenta que el Padre Domingo estaba agonizando. Después de luchar mucho consigo mismo, se decidió ir a verle. Cuando se dio cuenta quién había llegado, la gente informó al moribundo, pensando que Andrés había venido para pedir perdón del Padre Domingo antes de que éste muriera. Andrés, al ser admitido, fue asombrado al ver el estado en que se encontraba el Padre Domingo. Al ver éste a Andrés, clamó:

—Oh Andrés, yo soy un moribundo, pero lo peor es que tengo temor de que mi alma esté perdida eternamente.

—No diga así, señor, —contestó Andrés con emoción— mientras la Palabra de Dios todavía dice: «la sangre de Cristo nos limpia de todo pecado»

—Oh Andrés, si yo hubiera atendido a tu fiel reprensión aquel día cuando hablamos en tu casa, estaría bien. Yo tengo una cuenta terrible que entregar ante el tribunal de Dios por las almas perdidas, arruinadas por mi ignorancia y negligencia.

Un fin triunfante

Dos años después, una tarde cuando Andrés estaba sentado con su familia, le llegó la noticia que Santiago Nowlan estaba al punto de morir, y que deseaba verle. Él fue de una vez a verle y entró en la casa de su amigo enfermo, el cual le habló así:

—Andrés, me siento muy enfermo, pero mi alma está llena de consuelo. Yo no sE si esta enfermedad es de muerte o no, pero mi Redentor sí lo sabe, y para mí, eso basta. Desde hace un tiempo, he deseado vivir únicamente para la gloria de Dios, y si Él es glorificado más por mi muerte que por mi vida, escogería mejor morir que vivir. ¡Oh! cuán preciosas me son las promesas consoladoras del Evangelio. Cuán dulce a mis oídos es el nombre de Jesús.

Andrés sugirió orar juntos y leer una porción de la Palabra de Dios.

—¡Ah sí! —exclamó Santiago— escuche yo la voz de mi Redentor, él es quien habla; mi alma está atenta.

Andrés leyó 1 Corintios 15, y luego, arrodillado al lado de la cama, abrió su corazón a Dios en gratitud por lo que él había hecho por su amigo y rogó que le diera apoyo con su gracia. Andrés regresó a casa, pero muy de mañana volvió a la casa de Santiago. Allí le encontró más débil en cuerpo, pero más fortalecido en espíritu. Fue evidente que se empeoraba, y él y todos los que estaban presentes ya sabían que sería trasladado a su morada celestial. Unas pocas horas antes de su partida, estando en una especie de transporte, repitió los versículos finales del capítulo que se le había leído la noche anterior, diciendo:

—«¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, o sepulcro, tu victoria? Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (1 Corintios 15:55,57). Sí, mi Salvador venció el postrer enemigo por su muerte, y me permite aprovechar del botín.

Al ver que su familia lloraba, decía: —No lloren por mí, amada esposa e hijos míos, sino regocíjense conmigo, y ayúdenme a alabar al nombre del Redentor. Yo voy a donde le veré tal como Él es y estaré con Él para siempre, ¡Oh, de cuán excelente y eterno peso de gloria participará mi alma redimida! —Sus fuerzas físicas se iban debilitando, pero su alma disfrutaba vislumbres triunfantes de alegría. Después de permanecer en silencio por un tiempo, exclamó:

—¡Aleluya! Bendición y honra y gloria sean al Cordero para siempre. —Estas fueron sus últimas palabras, pero la sonrisa celestial en su rostro mostraba a todos los que estaban presentes cuál fue la condición de su mente; y la manera expresiva de alzar sus ojos y manos hacia los cielos cuando ya no podía hablar, indicaba que sus facultades mentales todavía estaban intactas, y que su triunfo sobre la muerte estaba completo. En unas pocas horas su espíritu fue trasladado al paraíso de Dios.

¡Que muramos nosotros la muerte de los rectos, y nuestra postrimería sea como la suya!