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Guillermo Lear y el pelotón de fusilamiento

Esta es la historia de lo que le pasó a Guillermo Lear, cuando estuvo conmigo, durante la primavera del año 1862…

Guillermo Lear estaba de pie, en la fila que hicimos aquel día de primavera, delante del general del ejército del Norte para escuchar el veredicto del consejo de guerra. Guillermo era apenas un joven, teniendo más o menos 18 años, con una apariencia limpia, con sus cabellos sobre la frente, parecía ser muy inocente. Fue un joven grande con una buena actitud. ¡Que pena que él estuviera en esto! pensé, mientras que movíamos los pies nerviosamente, esperando la palabra que determinaría nuestros futuros.

Pero sí, le capturaron. Guillermo, yo y más de dos docenas de agricultores, profesores y herreros del pueblo de Palmyra, una parte polvorienta del Estado de Missouri. A todos nos juntaron y nos echaron en una húmeda cárcel del ejército del norte, durante la Guerra Civil de los Estados Unidos.

Antes de la guerra, Palmyra era un pueblecito tranquilo del partido del Sur. Pero unas escaramuzas en nuestros campos nos pusieron repentinamente del lado del presidente Abraham Lincoln y su partido del Norte. El Norte controlaba nuestro pueblo oficialmente; los soldados instalaron sus carpas en cada calle.

Por supuesto, les resentimos. Muchas cosas tristes pasaron en Palmyra aquella primavera. Muchos soldados del norte nunca más vieron su Norte. Un disparo desde atrás de un árbol mataba a un oficial del ejército; seis campesinos bien podían vencer a dos soldados que anduvieran por un camino oscuro; el río se podía llevar los cuerpos antes que amaneciera.

A la primavera, el gobierno del Abraham Lincoln enfrentó bastante de este tipo de rebelión. El general encargado de las tropas en Palmyra recibió sus órdenes. El pueblo tuvo que aprender su lección; alguien tuvo que ser castigado.

Los soldados del Norte me sorprendieron, aquella noche de primavera, en la sala de mi casa, mientras que charlaba con mi esposa acerca de los sembrados. Los niños dormían en el segundo piso y ninguno de ellos se despertó a causa los fuerte pasos que llegaron hasta nuestra puerta. No sé cómo capturaron a los otros. Puede ser que algunos volvían del pueblo o tal vez algunos estaban en sus casas con sus familias. Quizá tomaron a Guillermo Lear mientras estaba en su casa haciendo algún juguete para el hijo de su vecino. No sé. Tampoco sé cuantos de los hombres eran inocentes de las atrocidades hechas, ni cuantos tuvieron la culpa de los peores males aplicados contra los del Norte. Ya no importa, ni importaba en aquel tiempo, porque no tenía nada que ver con la historia de Guillermo Lear.

Los siguientes días después de nuestros arrestos eran una mezcla de comidas feas y sueños malos, esperando con cansancio. Y, después se realizó el consejo de guerra en el cuarto de la corte, atestada de gente.

Después del juicio, esperábamos en fila, enfermos de miedo, pero sin decir nada en protesta. Pude escuchar a Guillermo Lear a mi lado, mojándose los labios. Repetidamente, una y otra vez metía mis manos en mis bolsillos. Luego habló el general. —Sus sentencias son... morir por fusilamiento.

Le escuché. <<Morir>> dijo. Pero morir fue una palabra que quiso decir jamás sembrar en las ricas tierras de Missouri, jamás cosechar el maíz, no más comidas para la esposa e hijos...

— ¡No-no-no puedo! ¡No, la muerte no! —Las palabras salieron torcidas de mi boca como un gemido. Repentinamente puse mi brazo en mi boca y lo presioné tanto, hasta que pude sentir el hueso de mi muñeca contra mis dientes. Luego que Guillermo Lear me escuchara gritar así, se dio media vuelta y fijó su mirada en mí, con sus ojos oscuros como nabos en su cara. Pero no dijo nada.

Luego habló el general otra vez. —Tienen que echar suertes. —En ese momento una mosca voló alrededor de su cabeza. —Vamos a matar a diez inmediatamente, el día de hoy. Los otros pueden esperar. ¡Y escuchen! ¡Si sus parientes y amigos dejan de matar a nuestros soldados, tal vez los demás vean la luz del otro lado de la pared de la cárcel una vez más!

¡Solamente diez morirán hoy! pensé. Entonces tengo una pequeña esperanza. Los demás ya habían empezado a echar suertes, se miraba el nerviosismo en sus manos. Guillermo Lear tosió a la para mía. El ayudante del general pasó muy despacio entre la fila. Agarré con los dedos rígidos mi suerte.

Cuando extendí el papel miré adentro, leí <<Muerte>>. En una hora entonces, yo estaría muerto.

Otros nueve más estarán muertos también. Paulatinamente nos separamos de los que no iban a ser fusilados y nos juntamos formando un grupo apretado. Guillermo Lear no estaba entre de nosotros.

Luego nos colocamos uno a la par del otro, formando un círculo, sin decir nada. Y repentinamente, casi sin saber que decía, palabras salieron de mi garganta. — ¡Mi esposa... mis hijos... no puedo... no voy a hacerlo! —Vi mi finca vacía, sin producir nada. Vi a mi esposa luchando con los sembrados, herramientas y vacas resistentes. Vi a mis hijos con hambre, cansados y pobres. — ¡No! ¡No! —Mi voz se levantó hasta dar un grito.

Luego sentí una mano en mi brazo. Di la vuelta, pensando que era el general, su ayudante o los que me matarían. Pero, era Guillermo Lear.

—Te escuché —dijo. —Entiendo como te sientes por tu familia. Es diferente mi caso. No tengo a nadie —dijo. —No tengo una familia por quiénes velar por el pan, la ropa y las otras cosas. No es ningún problema para nadie si me matan. Voy a preguntarle —dijo, y señaló con su dedo pulgar al general, —si puedo tomar tu lugar.

Fijé la mirada en el joven. ¿Permitiré que él tome mi lugar ante la fila de hombres con rifles? ¿Que tome mi lugar entre los destinados a la muerte, entre los que nunca sabrán si el Norte o el Sur ganará la victoria? ¿Entre los que nunca más verán las flores de Missouri florecer en la primavera?

¿Voy a permitir a otro hombre morir en mi lugar? ¡Nunca!

Pero... tenía a mi familia.

Vi a Guillermo ir hacia adelante. —Quiero tomar su lugar —dijo. Me señaló con su dedo. El general me miró. —¿En verdad quieres eso? —le dijo a Guillermo. Dio la vuelta y les habló a los otros oficiales. —Las órdenes dicen matar a diez. Quiénes sean no importa.

Nuevamente, Guillermo estaba delante de mí. —Por tu familia —dijo. —Es mejor.

Lentamente me separé del grupo de hombres que esperaban su muerte. Y Guillermo Lear se unió a ellos. Les siguió cuando se dirigieron hacia fuera e hicieron una fila rígida, con sus espaldas hacia los hombres de los rifles, sus rostros hacia un pastizal.

Estaba atento. Escuché los fuertes disparos de los rifles. Vi a Guillermo Lear caer al suelo. Le vi caer boca abajo, en el polvo. Mi corazón se constriñó con sus breves convulsiones. Mi corazón se estremeció cuando dejó de moverse. Agarré el brazo del hombre a mi lado. —Él murió por mí —casi grité. — ¿Me escucha? Murió en mi lugar. Le debo mi vida a él. ¿Me escucha?

El general y su ayudante vinieron hacia nosotros. Nos guiaron a la cárcel otra vez.

Los disparos que perturbaron la paz de aquella primavera nos enseñaron su lección. Los malos hechos contra los soldados del Norte pararon. Y el general guardó su palabra. Los demás seguíamos en la cárcel, pensando, orando, esperando y desesperando. Pero un día, sorpresivamente ¡estábamos libres! Yo estaba libre y vivo, gracias a un joven de 18 años que se llamaba Guillermo Lear, que ahora yacía bajo tierra en un pastizal de Missouri.

Volví a mi esposa e hijos, a mi vivienda, para ver la aurora y el ocaso de nuevos días, para proveer a mi familia comida, ropa y un hogar. Pero mi vida nunca volvió a ser la misma. Fue cada día más preciosa. Porque nunca olvidé que casi la perdí.

Y nunca olvidé al joven que murió en mi lugar. Muchos años después, la gente de Palmyra aún hablaba de la primavera de 1862. — ¿Cómo pudiste salir vivo de aquella cárcel? —me preguntaban. — ¿Tuviste que ser muy inteligente para salir vivo, no?

Podía inventar un cuento falso de cómo vencí a la guardia de la cárcel o cómo hice alguna valentía ante el pelotón de fusilamiento. Pero no lo hice. No importaba quien me preguntara, siempre dije, —Vivo hoy, porque otro hombre murió en mi lugar.

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¿Puedes verte a ti mismo en esta verídica historia de la Guerra Civil de los Estados Unidos? ¿Sabes que alguien murió por ti, para que puedas hoy, tú, tener vida?

El poder vencer el pecado, la ayuda ante los problemas diarios, la paz en el mundo... Todos son tuyos. Y más de esto, la vida eterna, la presencia del Eterno Dios en tu corazón. Todo esto porque Jesucristo, el Hijo de Dios, murió en la cruz para pagar tu deuda. Todos los que pecan tienen que morir y así pagar la deuda por su pecado. Pero Dios solo acepta una ofrenda perfecta, su Hijo. Tus buenas obras, tu sabiduría, tu dinero, tu sacerdote- ¡nada ni nadie (sino uno) puede ser digno de cancelar la demanda de muerte, porque no hay nadie perfecto!

Solamente Jesús puede. Él nunca cometió ningún pecado en sí mismo por el que tenía que pagar. Su muerte fue por nuestros pecados.

—Tengo vida porque otro murió en mi lugar —fue la respuesta del hombre que Guillermo Lear salvó al morir él.

¡Tú puedes decir lo mismo si te arrepientes de tus pecados, si pones tu fe en Jesús y si Le sigues por resto de tu vida!