Inicio/Home

12 relatos selectos

Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.

Edición original:

© 2003 Literatura Monte Sion

 

Capítulo 8

Migajas de la mesa

Lo siguiente es la idea de un autor sobre cómo pudo haber sido la vida de la mujer sirofenicia de la cual leemos en Mateo 15 y en Marcos 7.

 

Una vislumbre del oblicuo sol tiñe el rostro de piel oliva de la mujer mientras ella se dirige hacia el portal. Sus obscuros ojos no se apartan de los vecinos, quienes hablan alegremente mientras se inclinan por encima del pozo para llenar sus jarras de agua. Ella observa cómo las otras mujeres se apresuran hacia sus casas. Ellas tienen que preparar la cena. También tienen esposos e hijos con quiénes compartirlas.

Por la calle donde ella debe transitar las sombras son largas y prolongadas. Finalmente, ella se sube una jarra de barro para agua en su hombro y se dirige hacia el pozo de la aldea. Para cuando ella llega al lugar, ya la última mujer ha desaparecido. Pero esto no es algo nuevo. Lidia de Tiro está acostumbrada a caminar a casa sola. Por seis años ella ha sufrido susurros, miradas frías y hasta le han cerrado las puertas en su cara.

Las arrugas están grabadas en la frente de Lidia y una huella de amargura encorva sus labios. Ella alcanza su puerta y levanta el picaporte. Al entrar a su casa se da cuenta que reina un silencio casi indescriptible. Sus pasos hacen eco en el piso de tierra. El carbón de la estufa está frío y gris.

Ella suspira. Ya que no le ha ido bien por seis años, ¿por qué debería irle bien hoy? Quizás alguna vecina le preste algo de brasa, pero Lidia tiembla al pensarlo. Primero, ella se inclina y limpia la capa de cenizas. Una diminuta chispa parpadea. Delicadamente, ella la transforma en una llama. El resultado de aquella acción enciende una pizca de esperanza en el corazón de Lidia, una esperanza que ella creía que estaba muerta desde ya hace diez años. Pero, quizá... quizás esta noche sea diferente. Ella coloca cuatro pececillos en la parrilla y arregla la mesita para dos personas. Ahora ella se aproxima a la puerta y mira hacia el Mar Mediterráneo, el cual está bañado por una luz carmesí como si estuviera esperando por alguien. Cuando los peces ya están fritos, Lidia no espera para comer.

Cae el crepúsculo. Repentinamente, aparece la silueta de una chiquilla en el portal de la choza. Lidia echa sus greñas para atrás y levanta los ojos, los cuales brillan con esperanza. Pero una mirada feroz de la niña la hace dejar caer la mirada. El brillo del rostro de Lidia se desvanece y ella mira fijamente el plato, mientras recoge lentamente un pedacito de carne escamosa de entre los huesos de un pescado. En lugar de la niña arrimarse a la mesa, ella pasa de largo y se desploma en las sábanas tejidas que se hallan en la esquina de la choza. Aquí ella se trata los rasguños que tiene en sus manos y piernas desnudas.

Nuevamente, Lidia levanta la vista ─sus ojos suplicando ayuda─, pero la ferocidad de la niña silencia su mensaje. Ya Lidia tiene suficiente experiencia como para saber cuándo dejar a Salomé tranquila. La muchacha se acurruca en su esquina, vigilando como si fuera una joven tigresa, mientras su madre friega la parrilla con arena limpia y coloca su plato cerca de la estufa. Luego, Lidia barre alrededor de la estufa y, cautelosamente, se aproxima al fuego.

Ahora ella clava su vista en las llamas. Un viento racheado sacude la puerta. Afuera, una gran cantidad de espesas nubes provenientes del mar oscurecen las estrellas. No es sino cuando las llamas pierden su vigor, transformándose en ascuas de un rojo incandescente, que Lidia se sacude, mueve bruscamente la cabeza y se levanta. Ya es hora de ir a la cama. Ella mira hacia el montón de sábanas, pero la pequeña ya se ha ido. Ella ha desaparecido en las tinieblas de afuera.

La fría amargura, que normalmente disfraza el hermoso rostro de Lidia, enseguida se pliega. Ella sabe que no vale la pena salir a buscar a la pequeña. En lugar de eso, ella se deja caer en la cama, cubriéndose el rostro con las manos. Ella no ha llorado desde... desde... ella ni si quiera sabe cuándo.

Sin embargo, todas las emociones que ella ha reprimido por seis largos años se le ajuntan esta noche. Antes ella siempre tenía una voluntad tan fuerte que hasta podía suprimir las lágrimas. Pero, esta noche, su voluntad se halla destrozada. A ella no le queda fuerza suficiente como para detener las lágrimas y sus delgados hombros se estremecen de sollozos.

—¿Qué habré hecho para merecer esto? —dice ella llorando incansablemente. La pregunta resuena en el cuarto vacío y oscuro. Una vez más, Lidia alza su rostro y un escalofrío estremece todo su espinazo. Lo que ha dicho casi suena como si fuese una oración y ella se halla a sí misma buscando una respuesta. Las lágrimas ya han desaparecido, pero ahora el temor se arremolina en su cabeza. Lidia es una gentil, una mujer sirofenicia. Si lo que dijo fue una oración, ¿oirá Dios a alguien como ella? Entonces, ella se arrodilla muy desanimada allí mismo entre sus sábanas y se queda mirando hacia lo lejos con dirección al techo bajo de paja de la choza. Toda su alma y cuerpo suspira por reposo... reposo del pasado, del presente y del futuro. Quizá no exista tal cosa como reposo o paz. Pero si en verdad existe, ¿dónde podrá ella encontrar tales cosas? Ahora a Lidia se le hace un nudo en la garganta. ¿Acaso no anhelaba ella llenar el vacío de esta ansia desde... aun desde antes de su hija haber nacido?

Salomé. Este es un nombre hebreo, pero Lidia lo escogió con la esperanza de que quizá... quizás esta pequeña infante pueda traerle el reposo que ella tanto había deseado. Salomé significa “pacífica”.

Una vez más, las lágrimas arremeten contra los ojos de Lidia. ¡Cuán cruel es la vida! Terriblemente cruel. Ella había prodigado a su diminuta hija de toda gota de amor materno. Ahora los dulces sueños posan a sus pies, hechos pedazos. Lamentablemente, Salomé no ha traído paz ni a la casa ni al corazón de Lidia. Sino sólo más dolor y más temor.

Afuera, el viento gime. Las ramas de un pequeño arbusto de membrillo rozan la contraventana. Con determinación, Lidia se seca las lágrimas y se coloca una manta en el cuello. Ella cierra sus ojos ya hinchados de llorar, pero su mente, aunque fatigada, rehúsa detenerse.

Lidia ha tenido que pasar tantas noches solitarias..., así como esta noche. Las tinieblas empiezan a bobinarse con sus inmensas olas negras y su estruendo destructor. Ella ve una mujer esbelta parada en la playa agitando los brazos y gritando por ayuda.

—¡No, no! —Lidia se cubre el rostro.

Ahora aparecen ante ella visiones de sí misma: Aquella alegre jovencita de mejillas rosadas y de piel canela. El padre de Lidia ha sido el propietario de un inmenso muelle a lo largo del Mediterráneo. Ella vivió una niñez feliz. Las olas, chapaleteando a lo largo de la playa, habían inundado sus oídos, mientras que el olor a brea y a sogas, bajo el sol caliente, le ardía en las narices.

“Lidia aprendió a hablar latín y hebreo antes de saber griego”, su padre solía chancearla, mientras se le reían los ojos. “Y ella hasta puede fácilmente distinguirte cuál canela fue importada de la India y cuál del Líbano; cuál es el cedro más fuerte y si un incienso es falsificado o si es verdadero.”

Inteligente con un brillo en los ojos y una sonrisa siempre espontánea─ Lidia, aún a los diecisiete años de edad, había sido la favorita entre los jóvenes de su época. Lidia y Claudina acostumbraban pasear a lo largo del Mediterráneo, a la puesta del sol, buscando conchas de múrice rosado, y charlando.

Un día, Lidia se quedó en silencio por un rato mientras reflexionaba lo que deseaba decirle a su amiga:

—Claudina —ahora sus ojos mostraban confusión— yo sé que la vida debe tener algún propósito. ¿Acaso nunca lo has pensado?

—No —Claudina suspiró—. Nunca lo he pensado. Pero, a veces sí he deseado que tú no fueras tan inteligente, Lidia. De esa manera tú podrías divertirte, en lugar de estar leyendo las escrituras hebreas. Pues, lo único que hace es atormentarte luego.

—¡Pero si la lengua hebrea es una hermosura!

La voz de Lidia se desvaneció poco a poco. No obstante, Claudina no podía entender. La religión de los hebreos tenía algo que fascinaba a Lidia. En esa religión había esperanza ─la promesa de un futuro mejor que consistía en la venida de un salvador, el Mesías.

Después de aquella conversación, sus caminatas matutinas fueron disminuyendo.

—Ya Claudina y yo casi no tenemos de qué hablar —le explicó Lidia a su padre.

De noche, Lidia daba vueltas en la cama hasta que se quedaba completamente dormida.

El tiempo pasó y llegó el día en el que todos tenían que asistir al templo de la ciudad durante una semana. Ese primer día, mientras subían los peldaños de marfil negro del templo, su padre la reprendió:

—Lidia, nosotros adoramos a Minerva, la diosa de la sabiduría. Y, además, tenemos a Atenas y a muchos dioses. Si tú quieres leer el hebreo, está bien, pero recuerda que tú eres una griega de nacimiento. Nunca lo olvides. Nuestra religión es lo suficientemente buena para ti.

Lidia se quedó mirando fijamente hacia los pilares dorados y a las imágenes enjoyadas, pero no dijo nada. “Para los judíos sólo existe un Dios viviente: Jehová. ¿Pero será Él el Dios verdadero?”, se preguntaba ella. Y aunque ella se hacía esas preguntas, Lidia dejó de orar a la diosa Minerva, porque parecía que Minerva nunca contestaba sus oraciones. “¿Y acaso no era igual con el Dios de los hebreos? ¿Cómo podría ella saberlo?” A veces Lidia oraba al Dios de los hebreos, pero ella nunca estaba segura de que Él respondiera sus oraciones.

La primavera había traído aguas apacibles y cielos despejados. También trajo a un pescador joven y fuerte al muelle. En muchos atardeceres, mientras el dorado sol se desplazaba más allá del borde del mar, sus últimos rayos caerían sobre Lidia y su padre, mientras ellos ayudaban a Andrés a remendar sus redes de cáñamo. A veces el trío se sentaba en algunos cantos ensuavizados por los golpes que por largos años el agua salada había rociado. Mientras ellos hablaban, observaban la marea aproximarse.

Pero cuando el tiempo se puso frío, el mar se tornó agitado. Llegaron los días grises y nublados y Andrés supo que ya era tiempo de él partir.

Mientras tuerce el tallo de una alga marina entre dos dedos, él le dice al padre de Lidia:

—En este verano la pesca fue todo un éxito. Pero como usted sabe, tengo que regresar a Tiro antes de que me agarre el invierno.

Andrés menea el alga en la arena y, a la vez, le echa una mirada a los ojos del padre de Lidia:

—Yo quisiera llevarme a Lidia por esposa.

Entonces aquella noche se convirtió en una verdadera noche de despedidas. Fue la última noche de Lidia en casa. De manera que, bajo la luna plateada de su propio jardín, los ojos de su padre se empañaron, mientras él puso una mano en el hombro de su esbelta hija morena.

La dulce y pura fragancia de las lilas reinaba en el ambiente.

—Lidia, tú te marchas muy lejos de nosotros. Andrés no es un hombre rico, pero él es fuerte y fiel —le dice su padre al arrancar una rosa adamascada y entregársela a su hija en su mano. Ahora su voz se torna más ronca—. Hija, ve y cuenta con mi bendición.

Los años siguientes fueron tan felices así como muy ocupados. En los ojos de su mente, Lidia se ve a sí misma descansando otra vez, apoyada en el palo de su escoba mientras contempla el Mediterráneo. Ella sabe cuán bien se ha ajustado a su nueva vida como esposa. Su humilde casita de campo se ha convertido en su hogar. Y al ella echarle un vistazo al horizonte... sí, ese es el bote de Andrés levando anclas en los muelles. Sus ojos se achispan cariñosamente mientras pone la escoba en un rincón. Ya ella ha preparado pastel de higos para la cena, el pastel favorito de Andrés. Ahora ella debe apresurarse en cortar unas rodajas de queso.

Así fue cómo las Escrituras hebreas y las interrogantes que la atormentaban en los días de su niñez se desvanecieron de su mente. Y en poco, un nuevo gozo inunda el alma de Lidia, la maternidad.

Ahora, afuera de aquella choza donde Lidia se encontraba sola y aún sin poder concentrarse en el sueño, los truenos se estrellan trayendo a Lidia de una sacudida a la realidad. Ella da una vuelta y gime, tratando de borrar las siguientes memorias de su mente. Pero las mismas siguen ahí. Otra vez, la escena de esas terribles olas negras ondea ante ella.

El viento se levanta con tanta furia que las esquinas de la choza lanzan furiosos chillidos. Lidia tiembla. Ahora ella no puede olvidar lo que no desea recordar. Esta noche se parece mucho a aquella noche tan fatal que nunca ha podido olvidar. La noche en la que la barca de pesca de Andrés se estrelló contra las rocas, sólo a unos cuantos estadios de la orilla.

Esa noche ella se había quedado en la fría playa, descalza, mientras las grandes gotas de lluvia punzaban su rostro. Al ver lo que estaba sucediendo ella gritó con todas sus fuerzas, pero sus gritos fueron consumidos por el impetuoso viento. Las velas de los botes de rescate fueron reducidas a tiras y los botes de remo fueron sacudidos hacia el muelle una vez más. Un muchacho joven y atrevido observaba las chorreras de lágrimas que caían de las mejillas de Lidia. Él vaciló por un momento, pero quitándose su chaqueta se zambulló en el mar violento. Sus brazos azotaban las olas. Pero el mar era muy fuerte y lo lanzó, ya bastante agotado, hacia la arena. El pánico se apoderó de la garganta de Lidia, pero lo único que ella pudo hacer fue observar desde la orilla mientras el mar tenebroso, frío y cruel se convertía en la tumba de su esposo.

Después de eso, Lidia no volvió a llorar. Ella se retiró a su casita de campo para vivir sola.

En el pueblo, las chismosas movían sus cabezas cuando hablaban de la suerte de Lidia:

—Sí, qué mala suerte. Parece que los dioses no están contentos con ella.

Hasta los vecinos más cercanos temían ir a visitarla.

Las semanas pasaron. Sin embargo, para la hermosa y sonriente Lidia ya la vida no era igual. Una mujer orgullosa, callada y muy amargada había tomado el lugar de la joven y agradable Lidia.

***

—¡Puerros, ajos y cebollas frescas! —grita un vendedor detrás de su puesto de venta. Sus agudos ojos se enfocan en Lidia, quien pasa por entre las multitudes del mercado y se detiene delante de este hombre.

—¿Están buenos?

—¡Sí, señora, estos son los mejores! ¿No quiere unos cuantos?

El sol vespertino calienta los brazos y el cuello de Lidia mientras ella se inclina para inspeccionar los vegetales apilados en un pedazo de tela amarilla.

—¿Cuánto cuesta un manojo de ajo?

—Un manojo por un penique[1] romano, señora.

Lidia sacude la cabeza:

—Muy caro. ¿Me da un manojo por medio penique?

—Es que no puedo, señora.

Entonces Lidia comienza a alejarse.

El hombre se arrasca la cabeza:

—¡Un momento! ¿Y qué si le añado unas cabezas de cebolla a su penique?

—¡Trato hecho! —luego Lidia le entrega la moneda y se marcha arrastrando los pies.

La calle está llena de gente y, a la vez, muy polvorienta. El zumbido de voces la rodea. Ya la cabeza le duele a causa del ruido. Más adelante, la multitud se apila junto al portal de piedra de la choza de un pescador, donde un joven ─de túnica limpia y marrón─ lee de un rollo.

Un tendero de cabello grisáceo se mete de un empujón.

—¡Un discípulo del nazareno, quizá veamos algún milagro!

Lidia se detiene por un momento siempre con su rostro velado y lejos de la multitud, aunque sigue escuchando cuidadosamente. Ella sólo se queda lo suficiente como para saber que el joven lee de las Escrituras hebreas. “¿Para qué  fastidiarme con más preguntas que no tienen respuestas?”, piensa ella dentro de su corazón.

Mientras Lidia se retira, la voz del hombre se eleva tanto apacible como triunfantemente.

—“Acontecerá en aquél tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.”

Los pies de Lidia prosiguen su camino, pero las palabras pesan en su cabeza: Su habitación será gloriosa.” Esas palabras son hermosas, esperanzadoras y consoladoras.

Pero a Lidia le duele saber que algunas personas sí tienen esperanza, consuelo y paz... mientras ella no tiene ninguna. De manera que ella prosigue su camino en medio de aquella plaza, inconsciente de la multitud, sólo consciente de su terrible dolor de cabeza y de aquellas palabras tan atormentadoras.

Luego, Lidia se detiene cerca de un montón de queso y un armatoste de melones. Ella debe controlarse. Si tan sólo ella pudiera terminar con sus compras e irse a casa. Entonces, ella podría enterrar aquellas palabras tan atormentadoras en lo profundo de su mente y las olvidaría del todo. Ahora ella ladea la cabeza, tratando de ver cuál melón estaba maduro.

Sí, era una voz chillona la que le hablaba a otra mujer desde atrás de un armatoste de melón.

—Él le sacó una legión entera. Los pobres aldeanos habían encadenado al hombre para que no se fuera a herir con las piedras, pero él rompió las cadenas y escapó. Él vivía entre las tumbas hasta que este nazareno vino y le sacó los demonios.

A ambas mujeres les da escalofríos lo sucedido y luego se van, sacudiendo sus cabezas y parloteando. Lidia queda confusa. Pero ella no está por entrometerse en cosas que no le corresponden.

Una mujer alegre está cortando queso.

—¿Ya supiste? —le pregunta ella.

—¿Que si supe qué?

—Lo que Él hizo.

Lidia está más confusa todavía.

—¿De quién hablas?

—Del Nazareno del linaje del gran rey David.

—¿Nazareno?

La mujer levanta una de las cejas.

—De Jesús, el Cristo, de Nazaret.

Lidia sacude la cabeza.

—Tú tienes que ser la única que no lo sabe. Hoy todo el mundo en este mercado habla de Él.

—¿De veras? —dijo Lidia en voz baja.

La joven mercader sonríe.

—Dicen que le sacó una legión entera de demonios a uno de los gadarenos y que...

Lidia se pone la mano en el cuello.

—¡Una legión entera de demonios! —exclama Lidia.

—Sorprendente, ¿no? Él le sacó los demonios a un gadareno.

—¡Oh! —Lidia casi se desmaya. Ella tiene que buscar algo en qué apoyarse. Su mente gira en confusión. Pero un pequeño rayo de esperanza empieza a parpadear en su corazón y ella se aferra a él como el que se está ahogando se aferra a una ramita.

“¿Acaso puede haber esperanza para Salomé?”

Lidia avanza a tientas hacia los armatostes de melón y coloca su azotada cabeza en un borde. Y entonces, sin aviso alguno, las lágrimas de la noche anterior empiezan a fluir nuevamente. Ella solloza en sus propios brazos. Después de un largo rato, ella se tranquiliza... luego suspira profundamente.

—¡Oh, Dios de los hebreos, por favor, por favor... envíanos a ese nazareno a nuestras costas! —susurra ella, y esta vez sí que es una oración proveniente de un corazón contrito y humillado. Ahora ella podrá saber si en verdad Dios contesta o no sus oraciones.

***

De forma muy hábil, Lidia aplana otro pedacito de masa hasta que queda tan fina como un papel y luego la pega en una de las paredes del horno. En un segundo, la galleta queda horneada y Lidia la deja caer así muy caliente en el plato de gres. Mientras ella está ahí inclinada, aplanando más masa, su espalda le duele.

—La señora dice que desea que usted sirva en el comedor —dice Ada, una de las sirvientas de la casa, mientras pone una mano en el hombro de Lidia.

Lidia asiente y se raspa la masa de las manos. Ya ella ha trabajado para la señora Camin por cinco años y también sabe que a la señora no le gusta esperar.

El pago de Lidia es de gran ayuda para el sustento de ella y Salomé. Además, Salomé puede venir y sentarse al umbral de la puerta de la cocina.

Ahora Lidia se alisa su brillante pelo negro y se dirige hacia el comedor. La señora tiene visitantes para el almuerzo y sus voces y carcajadas resuenan en el piso de marfil de la casa. Lidia se mueve elegantemente alrededor de la mesa, rellenando los vasos y pasando bandejas con frutas.

Pero su mente está muy lejos. Hoy ella sólo puede pensar en dos cosas, en el nazareno y en la porción que dice: “Su habitación será gloriosa”.

Mientras más lo piensa más anhela esta habitación.

“¡Oh, cuánto la deseo!”

Sí, esa habitación tan perfecta y gloriosa para su espíritu tan turbado, y para Salomé, su hija. Pero, ¿quién podrá guiarlas a esa habitación? Ahora, cuando Lidia piensa en Salomé también se acuerda del Nazareno. Si Él le sacó los demonios a un gadareno, sin duda que también podría sanar a su hija. Sin embargo, ella es una gentil y Él un judío. “¿Le importaría eso al Nazareno?” Ahora ella lleva una bandeja vacía a la cocina y planea preguntarle a Ada.

—Ada —Lidia comienza—. ¿Has escuchado sobre el Nazareno?

—Mmm... sí, he escuchado —ahora Lidia está vaciando leche en una vasija de barro cubierta con un pedazo de tela.

—¿Y es verdad... es verdad que Él sana gente? ¿Aun a los endemoniados? —ella baja la vasija de barro.

—Sí, claro. He escuchado que Él puede —entonces ella mira a Lidia. ¿Por qué está Lidia tan interesada en el Nazareno? Muy raras veces ellas se hablan mientras trabajan en la cocina.

Los labios de Lidia comienzan a temblar.

—¿Y Él... sana Él a los gentiles también?

—¡Claro que no, Lidia! El Nazareno es judío.

—¡Oh! —Lidia sale enseguida para que Ada no pueda ver las amargas lágrimas que se le saltan. Cuando halla un rincón solitario, entonces ella se va en lágrimas. ¿Podría un Dios verdadero amar a los judíos más que a los demás? Lidia piensa que no. Pero, tal vez ella esté equivocada. Quizás el Dios de los judíos no sea el Dios verdadero. ¿Será que su búsqueda de Él no terminaría nunca? De una u otra manera, Lidia siente que si tan sólo pudiera conocer al Dios verdadero entonces sí podría hallar esa gloriosa morada que tanto desea. ¿O es que su vida siempre sería un sin fin de esperanzas hechas pedazos... de preguntas interminables... de eterna confusión? De ella se apodera una inquietud que inunda su alma.

Lidia es interrumpida por los visitantes que se están levantando de sus asientos y se van a pasear en el jardín del patio. Poco a poco ella vuelve en sí y tristemente empieza a limpiar las mesas. En esos momentos, Lidia no quiere hablar con nadie. En el comedor reina un silencio total.

Repentinamente, detrás de ella se escucha un suave resoplo de nariz. A Lidia se le cae una cuchara y enseguida ella se voltea.

Sólo son los perros. A ellos se les permite lamer las migajas del piso. Lidia está sosteniendo un montón de platos, pero hoy ella se detiene a observar a los perros mientras lamen.

—Hasta los perros reciben sus migajas —se dice Lidia a sí misma—. Comparada con los de Israel, yo también soy una perra.

La idea es humillante. Pero ella no la resiente. Y entonces, un nuevo rayo de esperanza empieza a brillar en su corazón:

—Sin duda alguna, si Dios es Dios, Él podrá proveerme de unas migajas de bendición.

***

Lidia ora todas las noches. Al principio, ella oraba porque su anhelo por paz se había intensificado y orar era lo único que ella sabía hacer. Al orar, su fe en el Nazareno crece, aunque lentamente. Él se ha convertido en la única esperanza de ella.

—¡Por favor, Dios mío, envíalo a nuestras costas! —esta oración se convierte en algo especial para Lidia cada noche.

¡Si tan sólo Él viniera! Entonces Le llevaría a Salomé y me postraría a Sus pies para que Él la sane”

Pero el temor muchas veces la hacía dudar.

“¿Acaso vendrá Él hasta estos linderos para sanar a una gentil?”

Entonces Lidia se sienta a orillas de su cama, con su cabeza entre las manos, para orar una vez más. Salomé posa en un montón de trapos que hay detrás de la puerta. Ahora Lidia la observa y medita en las palabras que ya no puede expulsar de su mente, aquellas palabras que prometen un descanso tan glorioso. Pero esta noche esas palabras no se han consumado. Y a la vez... hay algo más. ¡Algo que tiene que ver con una raíz y con los gentiles!

Hasta que al fin, aquellas palabras caen en su lugar. Lidia las susurra lentamente, con un poco de torpeza:

—“Acontecerá en aquél tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.”

De pronto, Lidia salta de súbito.

—¡La raíz de David! —de repente, su corazón palpita más rápido y con una nueva esperanza—. ¡El Mesías! Según las Escrituras hebreas, el Mesías vendría del linaje de David. Sí, el rey David, el hijo de Isaí. El Mesías sería de la raíz de David. Y el Nazareno es descendiente de David. Así lo dijo la quesera. ¿Será él el Mesías? —Lidia siente un escalofrío por el espinazo que la hace estremecer—. ¡Él mismo debe ser!

Lidia reconoce que ante sus propios ojos tiene las promesas de Dios y las mismas se están cumpliendo.

“¡Claro que el Dios de los hebreos es el Dios verdadero, el único Dios, pues Él ha cumplido las promesas que ha hecho! ¡Él ha enviado al Mesías!”

Ahora, un manantial de lágrimas roda por las suaves mejillas de Lidia, mientras ella murmura una y otra vez:

“Será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.” —“¡Sí, es cierto! ¡Él lo ha prometido!”

Ya Lidia no teme que el Nazareno la fuera a rechazar. Ahora ella reconoce que sí cree en el Mesías. Entonces, por primera vez en su vida, Lidia se arrodilla y, enterrando su rostro mojado por las lágrimas en sus manos clama a toda voz:

—¡Oh, Señor,  yo sí creo! ¡Ayuda mi incredulidad!

***

Las olas del Mediterráneo hacen estrépito en la playa, regando montones brillantes de conchas de múrice que aparecen desechadas a la orilla y salpicadas de una espuma blanca. El fresco aire nocturno hiede a causa del hedor de los peces podridos, la madera mojada y la brea. Una luna llena se eleva lentamente, mientras marca una senda vislumbrante en el agua negra.

La esbelta figura de Lidia se apresura hacia la playa rocosa. Sus pies se enredan en una red y ella casi se cae. Entonces ella se detiene, respira un poco y escucha.

“¿Es ese el gimoteo de Salomé o sólo el susurro de la brisa?” Lidia no está segura.

A lo lejos, en el mar, las formas negras de los botes de pesca flotan. Todos han abandonado el muelle de la isla... menos ella.

Entonces, ella da dos pasos más y es cuando escucha el grito de una niña. Suavemente, Lidia levanta el pequeño cuerpo húmedo y frío de la niña que se encuentra detrás de un tonel.

—¡Oh, hijita mía...! —murmura Lidia suavemente—, ¿por qué lo haces?

Luego, ella comienza a mecer a la delgada niña en sus fuertes brazos y observa el rostro lastimado de la pequeñuela. Sin duda, Dios no rehusaría ayudar a esta pequeña niña. ¡Claro que Él pronto enviaría a Su Hijo, el Mesías, a esa parte de la costa!

—Yo todavía creo, Señor —Lidia se acordó a sí misma en voz alta. Entonces ella se detiene para tomar un profundo suspiro y luego, con mucho amor, abraza a su pequeña hija—. Hasta los gentiles pueden buscarlo, Salomé.

Las dos hicieron su camino por entre las obscurecidas barracas de los pescadores que se hallan a lo largo de la playa. Entonces un ruido extraño y algunas voces bajas rompen la quietud detrás de Lidia. Sus brazos aprietan a Salomé, mientras ella gira para ver lo que estaba sucediendo.

Un pequeño bote deteriorado ha encallado en la arena, mientras cuatro hombres cansados saltan del mismo. Repentinamente, uno de los pescadores abre la puerta de su casa, levantando una lámpara en alto, mientras les da la bienvenida a los recién llegados.

—¡Entren, entren, Santiago y Juan; Pedro... y mi Señor! —la tosca voz del pescador tiembla. Algo en el sonido de la voz hace que Lidia piense que él quiere postrarse a los pies de aquél Hombre.

Y entonces, su aliento la sofoca en la garganta. Algo en el rostro de aquel Hombre la hace pensar que...

“¡Él debe ser el nazareno! El Mesías. El Señor y Salvador de los Hebreos y de todo el mundo. ¡Este es Aquél que puede proveer el glorioso descanso!”

Ahora ella se apresura a casa, casi tropezando por entre la estrecha y adoquinada calle. Lidia va apretando a Salomé. La primera cosa que haría en la mañana sería ir a Él, ¡al Mesías!

Lidia no puede dormir por varias horas, esa noche. Pero, poco antes del amanecer ella se duerme.

De una sacudida, Lidia se da cuenta que los primeros rayos dorados del sol se están introduciendo por entre las grietas de la puerta. Ella gira para hallar a Salomé. Sin embargo, la pequeña ya se ha marchado. Si tan sólo pudiera llevar a su hija ante el Nazareno. Pero ahora ella tiene que ir sola. ¡Claro que pronto Salomé sería sanada!

La puerta del pescador está abierta. Una mezcla de desesperación y fe le da a Lidia valor y ella se dirige hacia el cobertizo, deteniéndose en el umbral.

Entonces... ella lo ve. ¡El nazareno está ahí mismo! ¡Su Mesías! ¡El Hijo de Dios!

—¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! —grita Lidia, cayendo a Sus pies. Entonces, como un torrente, ella echa sobre Él todo el temor y la esperanza que tiene en su corazón. Ahora ella siente fuerzas para expresar el dolor más grande que la ha cautivado durante tanto tiempo.

—¡Mi hija es gravemente atormentada por un demonio! —la voz de Salomé se escucha muy sofocada como para proseguir, pero ella tiene fe que Él la entendería.

Pero el Señor simplemente se queda parado en el mismo lugar. Entonces, en Su corazón aparece una tierna mezcla de compasión y piedad que se refleja en Su rostro. No obstante, Él no dice ni una sola palabra. En aquel momento, de Él no sale ninguna palabra de gozo ni de consuelo, así como tampoco ningún mandamiento para que ella se marchara de aquel lugar.

Quizá Lidia no  entiende bien. Tal vez ella lo ha ofendido. Quizás sea cierto que Él no sanaría a una gentil. Después de todo, ¿qué más esperanza había? Ahora Lidia llora amargamente. Sus lágrimas parecen ser tan frescas como el rocío de aquella mañana. Tal parece que no hay consuelo para su pesar. Allí está ella, llorando como si su corazón se fuera a despedazar en dos. ¿Acaso el Nazareno la está rechazando a ella? ¿Es que no es Él el Mesías?

Sin embargo, mientras más ella llora y suplica, mucho más cree que Él podía sanar a su amada Salomé.

Entonces, acercándose Sus discípulos, Le ruegan diciendo:

—Despídela, pues da voces tras nosotros.

Ahora el Nazareno contesta en tono amable y reprobador:

—No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Lidia no sabe si Él le está hablando a ella o no. Ella se limpia las lágrimas y Lo mira. Lidia reconoce que ella no es nada. En este hombre, el Nazareno, ella tiene su única esperanza. Quizá parezca humillante volverle a pedir, pero su fe es tan poderosa que ella lo intenta de nuevo. Esta vez, Lidia se inclina ante Él y esconde su rostro en las manos bañadas por sus lágrimas.

—¡Señor, socórreme! —le susurra ella.

—No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos —le dice Él.

Aquellas palabras penetran en el corazón de Lidia como un cuchillo. ¿Pero, acaso no ha observado ella a los perros lamer el piso, y siempre hay migajas para ellos?

Y ella contesta:

—Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.

El rostro de Lidia refleja una fe inigualable. En aquellas palabras no hay ni una señal de orgullo sino de pureza y humildad.

Los ojos del Nazareno resplandecen y en ellos se refleja la compasión y el amor que jamás se hallan visto en toda la tierra. Ahora Él pone su tierna mano sobre el hombro de Lidia, y le dice:

—¡Oh mujer, grande es tu fe; Hágase contigo como quieres. Ve; el demonio ha salido de tu hija.

Afuera, el sol matutino acaba de levantarse en todo su majestuoso poder. Una gaviota marina grazna en voz ronca mientras aletea sobre el azul Mediterráneo. Ahora Lidia se queda quieta. Su corazón rebosa de una dulce calma. Enseguida, ella se levanta y sale corriendo para prepararle el desayuno a su hija Salomé. Para cuando ella llega a su casa, halla que el demonio ya ha salido, y a Salomé  acostada en la cama.

A partir de ese día, Lidia nunca deja de saborear aquel momento tan especial. Ella nunca antes había experimentado el verdadero significado del nombre de su hija. Ahora, por fin, ella lo ha hallado. Además, por primera vez, su alma está en paz.

“Acontecerá en aquél tiempo que la raíz de Isaí... —repite Lidia reverentemente— será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa.”


 


[1] Equivalente a un centavo.