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12 relatos selectos

Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.

Edición original:

© 2003 Literatura Monte Sion

 

Capítulo 4

Esa comezón en el espinazo

          (Por una profesora que observaba desde la persiana)

Quizás usted se ría al leer acerca de Duque y Chéster,

una yunta de caballos. Pero no se ría mucho

hasta que lea toda la historia y lo haya meditado bien.

 

Las cadenas resonaban con júbilo mientras Duque y Chéster se dirigían vigorosamente hacia el campo en el fresco amanecer lleno de rocío. Ellos formaban la pareja perfecta y, a la vez, trabajaban con perfección. A Pablo, de diecisiete años, le encantaba trabajar con esta yunta tan confiable y cariñosa.

Esta misma mañana ellos estaban cargando un viaje de estiércol para abonar el maíz. Cuando llegaron al lugar, el delantal y los batidores fueron puestos en marcha. Duque y Chéster caminaron de forma elegante, mientras sus cabezas se meneaban rítmicamente y sus patas se movían en perfecta unión. Pablo no se cansaba de admirar la manera en la que ambos trabajaban juntos. Si él les ordenaba que se movieran, ambos lo hacían en perfecta unión. Con tan sólo oír la palabra “¡so!”, a una ellos se detenían del todo.

En el pasto, daba gusto verlos a los dos. Casi siempre andaban el uno al lado del otro. Con su larga y espesa cola, Duque le espantaba las moscas de la cabeza a Chéster, mientras que Chéster, le ahuyentaba las mismas plagas a Duque de los ojos. El intercambio rítmico de sus colas nunca cesaba a menos cuando se iban a otro lugar.

A veces, Duque le rascaba el espinazo a Chéster con sus dientes, mientras que Chéster le hacía lo mismo a él. La parte delantera del espinazo de los caballos les pica mucho, y a la vez, la misma está lejos del alcance de sus propios dientes.

Si Duque tenía sed, Chéster estaría a su lado listo para acompañarlo. Ellos iban juntos, uno al lado del otro, como una yunta enjaezada. Entonces ambos se detenían frente al agua y bebían grandes tragos hasta que su sed fuera saciada. Luego, juntos los dos caballos, darían la vuelta y se dirigirían de regreso al pasto para concluir su lenta rumiación del dulce pasto.

Si a Duque lo usaban para trabajar en la huerta, Chéster se quedaría solito en el portón y relincharía tristemente. Él no se comería ni un bocado de la dulce hierba hasta que soltaran a Duque para una vez más unirse a él en el pasto. A una, ellos cambiarían de rumbo y galopearían hacia algún lugar escogido para luego comer con toda armonía y en un compañerismo pacífico.

Pero, un día, Chéster se hirió. Eso sucedió a medianoche, en medio de una tormenta. Un ensordecedor estallido de trueno asustó a ambos caballos y los sacó de sus sentidos. Los dos salieron corriendo a toda velocidad, sin saber hacia dónde iban. El pobre Chéster fue detenido repentinamente por un poste de metal. La sangre chorreaba de una peligrosa herida en el pecho. Cuando Pablo supo de la condición de Chéster, a la mañana siguiente, lo llevó a la casa y llamó a un veterinario.

En los días siguientes, Chéster recibió una buena porción de inyecciones y la herida fue lavada con agua caliente para eliminar cualquier infección. A él no se le permitió ir al pasto por varios días. Aparte del alimento especial que normalmente se le traía, él recibió montones de manzanas y zanahorias.

Luego, llegó el día alegre en el que Chéster pudo regresar al pasto y a su fiel y querido Duque. Como usted puede imaginar, Duque casi estaba fuera de sí por el gozo que sentía. Él se dirigió hacia Chéster a una velocidad desesperada y, de haber podido, lo hubiera recibido con brazos abiertos.

Pero, Chéster, por su lado, guardó su distancia. Él estaba contento de poder estar con Duque otra vez, sólo que sus heridas aún no se habían sanado del todo. Él temía que Duque se acercara demasiado y que, de una u otra manera, le infligiera algún dolor. Entonces Chéster logró impartirle a Duque un ligero saludo de reconocimiento y amistad, y luego retrocedió. El pobre Duque estaba confundido, pero recibió el mensaje y guardó su distancia.

A medida que el tiempo pasaba, Duque trataba de acercarse lo suficiente a Chéster como para espantarse las moscas y disfrutar del mutuo compañerismo una y otra vez. Pero Chéster sólo recordaba la aterradora explosión del trueno, la salida repentina, la alarmante brillantez del rayo, la frenética huida al lado de Duque y, por último, el choque mortal con el inflexible poste de metal. Todavía estaba grabada en su mente la escena del punzante e intenso dolor acompañado de los días de fiebre y sufrimientos que él soportó. De modo confuso, Duque aparentaba ser parte de la reciente agonía de Chéster, por lo cual éste no estaba preparado para confiar en él por lo menos hasta que sanara.

Entonces, Duque empezó a notar algo que no le gustó. Pablo aún le traía manzanas y zanahorias a Chéster en el pasto. Cuando Duque se acercaba a buscar su porción, Chéster levantaba las orejas de modo amenazante. Pablo también le daba a Duque parte de las golosinas y mimaba a Chéster para que detuviera su conducta no amistosa. Duque estaba agradecido de cualquier reconocimiento que Pablo le daba, pero el hecho estaba claro: Chéster siempre era el primero en recibir cariño y regalos. Y peor aún, Chéster no estaba haciendo nada para restaurar la ya arruinada amistad.

Hasta que el día llegó cuando Duque no pudo soportar más la frialdad de Chéster. Aquél se le acercó cautelosamente, y después de varios esfuerzos infructuosos por ofrecerle su amistad, entonces Duque le dio ‘un codazo’ a Chéster para llamar su atención. Pero la única respuesta que recibió fue un ligero movimiento hacia atrás de las orejas. Duque se fue a pastar solo, pero a lo único que su comida le sabía era a cartón seco e insípido.

Ahora Duque quedó herido, pero no de la manera en la que Chéster lo estaba. Esta herida era mucho más profunda, más interna, más permanente... y no menos grave. Según pasaban los días, sus codazos se convirtieron en mordiscos y sus mordiscos fueron más y más duros, hasta que ya él estaba dando mordidas en lugar de mordiscos. Esto, por supuesto, no dio los resultados deseados que eran los de restaurar su vieja amistad con Chéster.

Del otro lado, ya Chéster se estaba molestando, y empezó a morder también a su compañero. Ya su herida estaba bastante sana y según el tiempo pasaba él se sentía más y más fuerte. Al poco tiempo, tan pronto ellos se acercaban el uno al otro, empezaban a morderse y a patearse, hasta que decidieron evitarse mutuamente lo más posible. Ya era normal ver a Duque y a Chéster en lados opuestos del pasto. Ambos aparentaban estar muy viejos y tristes. Ya era hora de que todo esto terminara.

Por fin, un día Duque empezó a pastar más y más cerca de Chéster.[1] El otro caballo aparentaba estar preocupado y toleró su existencia sin ninguna reacción. Luego, tímidamente, Duque acercó su boca y empezó a rascar el espinazo de Chéster. Toda la acción fluyó con naturalidad -un recuerdo del pasado.

Chéster se puso rígido. Él echó sus orejas hacia atrás y chilló débilmente. Duque inclinó su cabeza y continuó pastando, pero no se alejó. Poco después, él rascó el espinazo de Chéster otra vez en una forma tierna y en el mismo lugar que le estaba picando tan horriblemente en ese instante.

Chéster dejó de pastar y levantó la cabeza con rapidez. Para el deleite de Duque, él se quedó ahí por un rato con su cabeza ligeramente inclinada hacia un lado como si estuviera disfrutando del todo la atención que estaba recibiendo. Luego, ¡oh, qué bueno!, Chéster se acercó indeciso, casi como avergonzado, y tierna, pero muy tiernamente, rascó el espinazo de Duque en el mismo lugar que más le picaba.

¡Y eso lo resolvió todo! ¡Adiós malentendidos, quejas y venganzas! Los espinazos con comezones de dos animales -que hace poco eran enemigos mortales- recibieron una inspección total. Entonces, dos cabezas se inclinaron hacia la deliciosa hierba y dos bocas masticaron una comida que les recordaba los felices días pasados. Veinte minutos más tarde, Duque y Chéster se dirigieron hacia el abrevadero, el uno al lado del otro, para beber del agua tan fresca y refrescante. Luego, con sus cabezas muy de cerca, ambos empezaron a sorber ruidosamente.

¿Y usted se ríe? ¿Usted cree que los caballos no dejan de ser amigos íntimos para convertirse en enemigos mortales y luego volver a ser buenos amigos? Quizá no, pero, ¿no son los humanos más inteligentes que los caballos? ¿No hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios? Y aún así, los hombres no actúan mucho mejor que de la forma en la que Duque y Chéster actuaron en esta historia.

Cuando nuestro prójimo sufre algún daño, sea física, financiera o espiritualmente, entonces, muchas, veces lo azotamos con palabras de enojo, o decimos chismes a otros acerca de él. Tales “mordidas” le hieren y lo confunden, y si él no nos “muerde” enseguida como respuesta a lo que hemos hecho, entonces quizá lo hará más tarde. Lo primero que viene son los malentendidos y la falta de comunicación. Si nos descuidamos, los resultados son: rencor y venganza. Tales relaciones personales nunca son fáciles de arreglar, pues, somos humanos, orgullosos y muy egoístas como para admitir nuestras propias faltas.

Pero el hecho de que uno de nosotros decida arrepentirse y restaurar tal relación, no quiere dejar dicho que esto garantice los mejores resultados. Y así como se requiere dos para discutir y pelear, de la misma manera se requiere que ambos estén dispuestos a buscarles una solución a las relaciones rotas. Esto es algo muy importante.

Imagínese que Chéster hubiera continuado mordiendo y que rehusara hacer las paces. Los esfuerzos del pobre Duque[2] habrían sido infructuosos. Y si Duque hubiera sido humano, quizás habría continuado mordiendo como respuesta, aun mucho más duro que antes. Él se hubiera dicho a sí mismo que, después de todo, Chéster fue quien comenzó todo aquello. O imagínese que Duque hubiera sido muy orgulloso como para dar el primer paso hacia la reconciliación. La oportunidad se hubiera perdido para siempre.

¿Qué aprendemos de Duque y Chéster? Tal vez lo primero es mantener las líneas de comunicación abiertas. Y aún así, cuando surjan malentendidos, de ningún modo debemos “morder” ni “patear”. La vida es muy corta aun para el bien que queremos hacer. No hay absolutamente nada de tiempo para desperdiciar en mutuo rencor y chismes.


 


 

[1] “Si estás en buena salud espiritual tendrás un corazón caluroso y una mente imperturbable.”

[2] “De no ser por el optimista, el pesimista nunca supiera cuán feliz él no es.”