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12 relatos selectos

Compilados y traducidos por Richard E. del Cristo E.

Edición original:

© 2003 Literatura Monte Sion

 

Capítulo 11

La chispa encendida

Una vez, vivía en una aldea un labrador llamado Iván Scherbakov. Siendo que era el mejor trabajador de la aldea, él vivía bien. Iván tenía tres hijos y todos eran buenos trabajadores. El mayor estaba casado; el segundo, comprometido para casarse y el tercero era un jovencito con edad suficiente como para cuidar de los caballos y ya estaba aprendiendo a arar. La esposa de Iván era una mujer inteligente y una buena ama de casa. Su nuera era pacífica y muy buena trabajadora. Por lo tanto, Iván no tenía razón alguna por la cual no disfrutar de una buena vida con toda su familia. A la única persona desocupada que él tenía que mantener era a su viejo y enfermizo padre, quien estaba acostado en un rincón calientito, cerca de la estufa de ladrillo. Él estaba enfermo con asma.

Iván tenía de todo y en abundancia: tres caballos y un potranco, una vaca y una becerra de un año y quince ovejas. Las mujeres hacían los zapatos y la ropa para la familia y ayudaban a trabajar en el campo; los hombres trabajaban en sus fincas.

Ellos siempre tenían grano suficiente durante todo el año. Además, ellos vendían suficiente avena como para poder pagar sus impuestos y suplir todas sus otras necesidades. Verdaderamente, Iván pudo haber disfrutado de una buena vida con todos sus hijos. Pero, él tenía un vecino llamado Gavrilo, el Cojo; el hijo de Gordyey Ivanov. Y ambos, Iván y Gavrilo, eran enemigos mortales.

Mientras el viejo Gordyey estaba vivo y mientras el padre de Iván trabajaba la finca, todos los labradores vivían como buenos vecinos. Si las mujeres necesitaban algún cedazo o alguna tinaja, si los hombres necesitaban de alguna hacha o de alguna rueda por cierto tiempo, ellos lo mandaban a buscar de una finca a la otra y se ayudaban mutuamente ─como buenos vecinos. Cuando una becerra se metía en la trilla, ellos sólo la sacaban y únicamente decían: ““No la dejen entrar otra vez, porque aún no hemos terminado con la cosecha.” Y, en aquellos días, nunca ni siquiera pensaban en robar nada de sus vecinos ni esconderlo en la era, tampoco se injuriaban unos a otros. Así vivieron mientras los viejos estaban vivos. Pero cuando los jóvenes empezaron a labrar la tierra, las cosas empezaron a girar diferente.

Todo comenzó por una simpleza. Una gallina de la nuera de Iván comenzó a poner temprano y la joven empezó a acumular los huevos para la Semana Santa. A diario, ella iba al cobertizo para recoger un huevo del cajón de la carreta. Pero un día, la joven oyó a la gallina cacarear y se dijo para sí:

“No tengo tiempo ahora, debo limpiar la casa para el día de fiesta. Iré más tarde a buscar el huevo.”

Al caer la tarde, ella fue al cajón de la carreta que se hallaba en el cobertizo para buscar el huevo, pero no estaba ahí. Entonces, la joven se fue a preguntarle a su suegra y a su cuñado que si lo habían tomado, pero Taraska, el más joven de sus cuñados, le dijo:

—La gallina suya puso un huevo en el patio del vecino, porque ella cacareó allá y vino volando desde el otro lado de la empalizada de mimbre.

Entonces la joven se dirigió a la casa de su vecina pero la mamá de Gavrilo salió a su encuentro.

—¿Qué quiere usted, joven?

—Abuelita, hace poco que mi gallina estaba en su patio —le dijo la joven—, ¿no habrá puesto algún huevo por alguno de esos lados?

—Yo no la he visto. Nosotros tenemos nuestras gallinas y hace horas que ellas pusieron. Nosotros hemos recogido nuestros propios huevos y, por lo tanto, no tenemos necesidad de los huevos de nadie. Y además, jovencita, nosotros no vamos por los patios ajenos buscando huevos.

La joven se ofendió y, entonces, se pasó de palabras. Su vecina le contestó de una manera peor. Luego, las mujeres empezaron a regañarse. En ese momento, la esposa de Iván subió cargando un balde de agua y se paró para tomar parte en el asunto. La esposa de Gavrilo salió precipitadamente y les dio una pela de lengua sin importar lo que fuera cierto o falso. Ella les refirió sobre cosas que habían acontecido y sobre cosas que nunca habían acontecido. Entonces, la contienda comenzó. Todas se gritaban, tratando de decir dos palabras a la vez y sin medir palabra alguna.

─¡Tú eres esto, esto y esto otro!

─¡Tú eres una ladrona y una gata!

─¡Tú sólo estás matando a tu pobre suegro de hambre!

─¡Tú eres una ramera!

─¡Y tú has usado tanto mi cedazo que lo has hecho tiras. Tú sí que te robas lo ajeno!

¡Es en nuestro yugo de hombros que estás cargando tus baldes! ¡Dame mi yugo!

Ambas se asieron del yugo, botaron el agua, se arrancaron las pañoletas y empezaron a pelear. En ese momento, Gavrilo iba llegando del campo y se paró para unirse al grupo de su esposa. Iván salió corriendo con su hijo para unirse al resto. Y como Iván era una persona robusta, los dispersó a todos y, de un tirón, le arrancó un pedazo de la barba a Gavrilo. El gentío salió corriendo para ver lo que estaba sucediendo, y no fue sino con mucha dificultad que lograron separarlos.

Así prosiguió todo después:

Gavrilo envolvió el pedazo de barba como una prueba y se dirigió a la Corte Municipal para presentar una demanda.

—Yo no me dejé crecer la barba para que el virueloso de Iván me la arrancara.

En ese instante, su esposa salió fanfarroneándole a los vecinos de que iban a hacer que sentenciaran a Iván y que lo mandaran a Siberia. Y así fue que el odio de sangre comenzó entre estas dos familias.

El viejo, quien se encontraba al lado de la estufa de ladrillo, trató desde el principio de persuadirlos a que hicieran las paces, pero los jóvenes no le hacían caso. Él les dijo:

—¡Hijos míos, ustedes están actuando neciamente! ¡Por una simpleza ustedes han comenzado este odio de sangre! ¡Piénsenlo bien! Todo comenzó por un simple huevo. ¿Y qué vale un huevo? Con la ayuda de Dios habrá suficiente para todos. Aunque su vecina les haya dicho alguna palabra ofensiva, ¡contéstenle con una buena! ¡Muéstrenle cómo hablarle a la gente! Es cierto que ya hubo un pleito, pero eso sucede a menudo. Errar es de humanos. Pero, vayan, hagan las paces, ¡y pónganle fin a ese asunto! Si ustedes alimentan el enojo, únicamente se empeoraran las cosas, con el paso del tiempo.

Los jóvenes no le hicieron caso al anciano, pensando que él no entendía. Ellos pensaron que él sólo estaba parloteando, como suelen hacerlo algunos viejos. Sólo que Iván no se iba a humillar ante su vecino.

—¡Yo no fui quien le arrancó la barba! Fue él mismo quien se la arrancó. Y, además, su hijo le arrancó un botón a mi camisa y la desgarró. ¡Mire cómo me la dejó!

Iván, también, llevó sus quejas a la corte. El caso fue presentado ante el Juzgado de Paz y el Tribunal Municipal. Mientras se ocupaban en demandarse mutuamente, a Gavrilo se le perdió un perno del enganche de su carreta. Las mujeres de la casa de Gavrilo acusaban al hijo de Iván de haberlo tomado.

—Nosotras lo vimos en la noche —dijeron ellas—, cuando él se dirigía a la carreta, agachado, por abajo de la ventana. Además, hasta un vecino dice que lo vio en la taberna, ofreciéndole el perno al tabernero.

Otra vez empezaron un pleito nuevo. Y en la casa no pasaba un día sin que ellos discutieran. Ellos hasta se peleaban entre sí. Aun los niños se maldecían mutuamente. Eso lo aprendieron de los mayores. Cuando las mujeres se encontraban en el arroyo donde lavaban la ropa, ellas soltaban las lenguas más que lo que golpeaban los mazos. Y cada palabra que se decían era mala.

Al principio, los hombres solamente se calumniaban, pero luego empezaron a robarse cualquier cosa que estuviera rodando. Entonces las mujeres y los niños siguieron su ejemplo. La vida se les fue agravando a diario. Iván Shcherbacov y Gavrilo, el Cojo, se siguieron demandando en la Corte Municipal y ante el Juzgado de Paz hasta que todos los jueces estaban hartos de sus riñas y hastiados de ellos. Pero Gavrilo hizo que Iván pagara una multa, o de lo contrario tendría que ir al calabozo. Entonces Iván le hizo lo mismo a Gavrilo, y mientras más daño se hacían, mucho más se enfurecían.

—¡No te apures —se decían el uno al otro—, yo me la voy a desquitar!

Y así se mantuvieron por seis años. El ancianito, quien casi siempre estaba al lado de la estufa de ladrillo, fue el único que se mantuvo diciéndoles una y otra vez:

—¡Piensen bien lo que hacen, hijos míos! Olviden todo ese asunto, atiendan a sus trabajos, no se hagan tanto mal, y todo les saldrá mejor. Mientras más odio se tengan, peor les será la vida.

Pero nadie le hacia caso al anciano.

En el séptimo año, el asunto llegó tan lejos que hasta la nuera de Iván, en una boda, acusó a Gavrilo, ante los invitados, de haber sido sorprendido robando caballos. Entonces, a Gavrilo, que en ese momento se hallaba borracho, le entró una furia y le dio un puñetazo tan fuerte  que ella tuvo que guardar cama por una semana. Iván se alegró por eso, y enseguida arrancó para donde se encontraba el juez a presentar una demanda.

“Ahora sí que me voy a vengar de mi vecino”, pensó el. “Ahora sí que no escapará de la penitencia de ser exiliado a Siberia como esclavo.”

El magistrado no aceptó la demanda, porque cuando examinaron a la mujer ya estaba de nuevo en pie y ella no tenía ninguna marca. Entonces Iván fue al Juzgado de Paz, pero el juzgado mandó el caso a la Corte Municipal. Iván se movió en la oficina municipal de tal manera que terminó comprando al empleado y al mayor de la corte del distrito con cinco litros de licor para que condenaran a Gavrilo a ser azotado. La sentencia le fue leída a Gavrilo en la corte.

El escribiente leyó:

 

“La corte ha decretado que el labrador Gavrilo Gordyey debe recibir veinte latigazos con una vara de abedul, en la oficina municipal.”

 

Iván escuchó el decreto y miró a Gavrilo, preguntándose acerca de cómo lo tomaría. Gavrilo se puso tan blanco como una sábana, dio la vuelta y salió al pasillo. Iván lo siguió, haciendo creer que se dirigía hacia su caballo. Entonces escuchó a Gavrilo decir:

¡Muy bien...! Hará que me azoten la espalda y me arderá... ¡pero algo de él arderá mucho más!

Al Iván escuchar esas palabras, regresó enseguida a los jueces, diciendo:

—¡Justos jueces! ¡Él está planeando pegarle fuego a mi casa! ¡Vayan a ver, lo dijo en presencia de testigos!

Luego Gavrilo fue llamado ante los jueces.

—¿Es cierto que usted dijo eso?

—Yo no he dicho nada. Azótenme, si quieren. Evidentemente, debo sufrir por la verdad, mientras él hace lo que le dé la gana.

Gavrilo quería decirles algo más, pero sus labios y mejillas temblaban. Entonces se marchó. Hasta los jueces estaban asustados con su aspecto.

“No es de sorprender”, pensaron ellos, si en realidad le hace daño a su vecino y a sí mismo.

Entonces, un viejo juez les dijo a los reñidores:

—¡Oigan lo que les voy a decir, mis amigos! Es mejor que hagan las paces. ¿Acaso estuvo bien hecho, hermano Gavrilo, que usted golpeara a una mujer? Afortunadamente, Dios tuvo misericordia de usted, pero, ¡piense en el crimen que usted fácilmente pudo haber cometido! ¿Estuvo bien eso? Confiese sus culpas, pídale perdón al ofendido, y él lo perdonará. Entonces, nosotros cambiaremos el decreto.

Pero Gavrilo no quiso escucharle.

—Yo tengo cuarenta y nueve —dijo él— y ya tengo un hijo casado. ¡Yo nunca en mi vida he sido azotado! Y ahora, que el cacarañoso de Iván hace que me traigan para ser azotado con varas, ¡¿me dice usted que le pida perdón?! Le juro que él se acordará de mí.

La voz de Gavrilo tembló tanto... que ni pudo hablar más. Después, él se dio la vuelta, y salió.

Cuando Iván llegó a su casa ya era tarde, pues la aldea quedaba a doce kilómetros de la oficina municipal. Él desenganchó su caballo de la carroza, lo puso en su lugar y entró en la casa. Pero, la misma estaba vacía. Ya las mujeres habían salido a buscar el ganado y los hombres aún no habían regresado del campo.

Iván entró... se sentó en un banco... y se puso a pensar. Él recordó de la forma que le fue anunciada la sentencia a Gavrilo, de cómo se había puesto tan pálido y de cómo se había marchado de aquel lugar.

Entonces, su corazón le dio un salto. Él pensó en cómo se sentiría si fuera condenado a ser azotado. Entonces, le dio pena de Gavrilo. En ese momento, él escuchó toser al anciano que estaba al lado de la estufa. Iván vio al anciano voltearse... bajar las piernas... e incorporarse. El pobre anciano se movió muy despacio, y con mucha dificultad llegó hasta el banco que estaba al lado de Iván. Él tosió nuevamente hasta aclarar su garganta. Entonces, inclinándose en la mesa, dijo:

—Y bien... ¿Condenaron al hombre?

Iván respondió:

—Sí... A veinte azotes con las varas.

Entonces el anciano negó con la cabeza:

—Iván, tú no estás actuando bien. Está mal hecho, no sólo de parte de él, sino de parte tuya también. ¿Y qué? ¿Te haría sentir mejor que lo azoten?

—Él nunca volverá a hacerlo —dijo Iván.

—¿Por qué no? ¿En qué estaba él actuando peor que tú?

—¡Qué! ¿Acaso piensas que él no me ha hecho daño? —preguntó Iván—. Él pudo haber matado a la mujer. Y ahora, hasta está amenazando quemar mi casa. ¿Piensas que debo humillarme ante él por eso?

El anciano echó un suspiro y dijo:

—Iván... tú puedes caminar y recorrer todo el mundo, mientras que yo tengo que quedarme acostado aquí todo el año, al lado de esta estufa. Quizá tú pienses que tú lo puedes ver todo y yo nada, pero no, hijo mío, no es así. Es muy, pero muy poco lo que tú puedes ver; ya que la malicia te ha cegado los ojos. Los pecados de los hombres están ante ti... pero los tuyos están detrás de ti. Tú puedes fácilmente ver su maldad, pero no puedes ver la tuya. ¿Quién fue el que le arrancó la barba al vecino? ¿Quién fue el que le derrumbó su montón de heno cuando estaba apilado? ¿Quién es que lo está arrastrando a la corte? Y, sin embargo, tú le achacas toda la culpa a él. ¡Tú mismo llevas una mala vida! Por eso es que tienes tantos problemas. ¡Yo nunca viví así! Yo nunca te enseñé tales cosas, hijo mío. Dime... ¿cuándo el padre de él y yo hemos vivido así? ¿Es a eso a lo que tú llamas vida? ¡Eso es pecado! Tú eres un labrador... Eres la cabeza de una familia. ¡Tú serás el responsable! ¿Qué es lo que le estás enseñando a tus mujeres y a tus niños? ¡A maldecir! El otro día, Taraska, ese joven tan novato, maldijo a la tía Arina, y su madre, lo único que hizo fue echarse a reír. Ahora, yo te hago la pregunta, ¿está eso bien? ¡Piensa en tu alma! Tú me ofendes... y yo te hablo peor. Tú me das un puñetazo... y yo te doy dos. ¿Está eso bien? ¡No, no, no, hijo mío! Cristo nos ha enseñado algo muy diferente. Si te dicen una palabra áspera, ¡quédate quieto y deja que la conciencia le castigue! Eso es lo que Cristo nos ha enseñado. Si te hieren la mejilla derecha vuélvele la izquierda y diles: “¡Aquí, golpéala si lo merezco! Su misma conciencia le reprenderá. Entonces se suavizará y te escuchará. Eso es lo que Cristo nos ha ordenado, hijo mío. Si alguien te ofende, perdónalo de manera piadosa, y te irá mejor y te sentirás bien. 

Iván se mantuvo en silencio. Entonces el anciano continuó:

—¡Óyeme, Iván! ¡Escucha lo que te digo yo que soy un hombre ya viejo! Engancha el caballo ruano en la carroza y ve directamente a la oficina; anula todo ese asunto y pasa en la mañana por la casa de Gavrilo. Haz las paces con él de manera piadosa, e invítalo para el día de fiesta de mañana. Ten el samovar del té listo y ponle fin a todo este pecar de modo que nunca más se vuelva a repetir. Entonces, a las mujeres y a los niños, ordénenles que vivan en paz.

Iván, con algo de esfuerzo, echó un suspiro y pensó:

“El viejo tiene razón.” Y su corazón se ablandó. Sólo que no sabía cómo empezar a arreglar las cosas con su vecino.

Luego el anciano, como adivinando los pensamientos de Iván, prosiguió:

—¡Vete, Iván, no lo dejes para después! Apaga el fuego al principio, porque si se extiende... entonces no lo podrás controlar.

El anciano iba a seguir hablando, pero, antes de poder hacerlo, las mujeres entraron en el cuarto, hablando como urracas. Ya habían escuchado la noticia de cómo Gavrilo había sido sentenciado a ser azotado y de cómo él había amenazado con quemar la casa. Ya ellas habían escuchado todo el asunto, y otra vez habían armado una bronca con las mujeres de la casa de Gavrilo, en el pasto. Ellas dijeron que la nuera de Gavrilo las había amenazado con el juez. También dijeron que el juez estaba recibiendo regalos de la mano de Gavrilo. Ahora él trastornaría todo el asunto, y ya el maestro de la comunidad había escrito otra demanda al zar mismo. Esta vez era acerca de Iván. Aquí se mencionaba todo el asunto sobre el perno de enganche y sobre la huerta. Y hasta dijeron que muy pronto la mitad de la casa de Iván sería de ellos. Mientras Iván escuchaba todo eso, otra vez a su corazón le dio escalofrío. Entonces, cambió de opinión en cuanto a hacer las paces con Gavrilo.

En la finca de un agricultor siempre hay muchas cosas para el dueño hacer. Iván no se detuvo mucho rato para hablar con las mujeres, sino que salió de la casa a la era y luego al cobertizo. Antes de terminar con todo lo que tenía que hacer, el sol se había puesto y los muchachos ya regresaban de la finca. Ellos habían arado un doble cultivo en preparación para el maíz primaveral. Iván indagó acerca de cómo iba el trabajo, los ayudó a entrar los caballos y puso a un lado el collar roto de un caballo para arreglarlo. Mientras él ponía varias varas debajo del cobertizo, llegó la noche. Entonces, decidió dejar el resto de los postes hasta el otro día. Luego se puso a darle un poco de forraje a las vacas, abrió el portón, dejó salir los caballos que Tarasca se iba a llevar a pastar en la noche, y después cerró el portón.

“Ahora, a cenar, y a la cama”, pensó Iván, dirigiéndose a su cabaña. Ya en este momento, él se había olvidado completamente de todo lo que su padre le había dicho. Pero tan pronto agarró el tirador del portón para entrar por la entrada principal, él escuchó a su vecino, al otro lado de la empalizada de mimbre, maldiciendo a alguien en voz ronca.

—¡Ese maldito! —gritó Gavrilo—. ¡Que se muera!

Estas palabras hicieron que el odio que Iván le tenía a su vecino explotara. Pero Iván se quedó ahí, parado por un momento, escuchando el regaño de Gavrilo. Luego Gavrilo se tranquilizó y entonces Iván se dirigió a su rancho.

Dentro de la casa, ya los demás tenían las luces encendidas. La más joven estaba sentada en la esquina, tras la rueca. La esposa de Iván estaba preparando la cena, el hijo mayor estaba haciendo una banda para los zapatos de tilo, el segundo estaba a la mesa leyendo un libro y Taraska estaba preparándose para luego llevar  a los caballos a pastar .

Cuando Iván entró a la sala, él estaba enojado y taciturno. Él tumbó el gato del banco y regañó a las mujeres porque la tinaja no estaba en su lugar. Entonces se sentó, ya del todo ceñudo y muy pensativo, para remendar el collar del caballo. Pero, no podía olvidar las palabras de Gavrilo, con las cuales lo había amenazado en la corte, ni tampoco lo que él había dicho acerca de alguien, hablando en una voz ronca: “¡Que se muera!”

La esposa de Iván estaba apresurándose para que Tarasca pudiera comer algo antes de irse. Cuando el muchacho terminó de cenar, él se puso su zamarra, tomó un pedazo de pan y se fue a acarrear las yeguas en la carretera. Iván se levantó y se dirigió al pórtico. Afuera estaba oscuro como boca de lobo, y un viento se había levantado. Él bajó del pórtico y ayudó a su hijo mayor a montarse en el caballo. El joven bajó los potrancos y él se quedó mirando y escuchando, mientras Taraska bajaba hacia el pueblo donde se unió a otros muchachos con sus caballos. Iván esperó… hasta que todos se perdieron de vista. Mientras él estaba allí, parado en el portón, las palabras de Gavrilo no se le salían de la cabeza: “Algo de él arderá mucho más.”

“Él no lo pensará dos veces para hacerlo”, se dijo Iván. Todo está muy seco y el viento sopla. Él vendrá por cualquier lugar desde atrás, le pegará fuego a la casa y saldrá impune. ¡El villano ese! ¡Si tan sólo pudiera agarrarlo en el acto mismo, entonces sí se saldría con la suya!”

Este pensamiento turbó a Iván tanto que Iván no regresó al pórtico, sino que se dirigió a la carretera. Entonces, saliendo afuera, dobló por el portón. “Déjame examinar el patio. ¡Quién sabe lo que él se está planeando!”

Iván caminó silenciosamente al lado del portón. Él había acabado de doblar en la esquina, miró por la empalizada y le pareció que algo se meneó en el fondo. Vio como que algo se había parado y se había bajado otra vez. Iván se detuvo y se puso a escuchar y a observar a su alrededor. Todo estaba en calma... sólo que el viento hacía a las hojas del sauce susurrar y a la paja crujir. Aunque estaba oscuro como boca de lobo, cuando los ojos de Iván se acostumbraron a la oscuridad él pudo ver la esquina más lejana, el arado y la casa de azotea. Él se paró y se quedó mirando por un rato, pero ahí no vio a nadie.

“Parece que vi mal”, pensó Iván. “Pero, de todos modos, déjame darme una vuelta.” Entonces se acercó al cobertizo sin hacer mucho ruido. Pero, al llegar a la esquina, algo pasó como un rayo cerca del arado y desapareció otra vez. A Iván le saltó el corazón y se detuvo. Al pararse, él pudo ver algo pasando como un relámpago, y claramente vio que era un hombre que estaba de espaldas con una gorra en la cabeza. El hombre estaba de cuclillas y pegándole fuego a un manojo de paja en sus manos. El corazón de Iván palpitó agitadamente como el de las aves. Entonces esforzando cada nervio, él se abalanzó con grandes zancadas a penas tocando el suelo.

“¡Ajá!” pensó Iván, “ahora sí que no se me escapará. ¡Lo agarraré en el acto mismo!”

Pero, antes de Iván poder recorrer otros dos tramos de la empalizada, una llama salió, bebiéndose a lengüetadas la paja de la casa de azotea y se estaba subiendo al techo. Más abajo estaba Gavrilo, y toda su figura se podía ver claramente.

Como un halcón se abalanza sobre una alondra, así Iván se lanzó contra Gavrilo, el Cojo.

“Lo voy a hacer pedazos”, pensó él. “Hoy no se me escapará.”

Pero Gavrilo debió haber oído sus pasos, porque salió corriendo por el cobertizo con más rapidez que una yegua.

—¡No te me escaparás! —gritó Iván, lanzándose sobre él.

Casi lo agarró por el cuello, pero Gavrilo se le escapó. Entonces, Iván lo agarró por el borde de la chaqueta. El borde de la chaqueta de Gavrilo se rompió, y entonces Iván cayó al suelo. Iván se levantó de un salto.

—¡Corran, agárrenlo! —y otra vez salió corriendo.

Mientras tanto, Gavrilo ya casi había llegado a su propio patio, pero Iván lo alcanzó. Ya él lo iba a agarrar, pero en ese momento algo le dio un golpe que lo dejó aturdido; fue como si una piedra le hubiera dado en la cabeza. Pero fue que Gavrilo había tomado un poste de roble que había en el patio y cuando Iván llegó hasta él, le dio un garrotazo en la cabeza con todas sus fuerzas.

Iván tambaleó, vio estrellitas... y entonces todo se le oscureció. Por último, él cayó al suelo. Cuando él volvió en sus sentidos, ya Gavrilo no estaba. Estaba tan claro como si fuese de día, y en su patio algo crepitaba y crujía como una máquina en trabajo. Iván dio media vuelta y vio que su cobertizo trasero se hallaba envuelto en llamas y que el cobertizo de al lado se estaba empezando a quemar. El fuego, el humo y la paja que se estaba quemando, todo se dirigía a la casa.

—¿Qué es esto, amigos? —gritó Iván, levantando sus manos y golpeándolas en sus piernas—. ¡Si tan sólo yo hubiera sacado las llamas de la casa de azotea y la hubiera apagado! ¿Qué es esto, amigos? —repitió.

Él quiso vocear, pero casi se sofocó. No tenía nada de voz. Él quería correr, pero sus pies no se movían. Los mismos tropezaban el uno con el otro. Él trató de caminar lentamente, pero tambaleaba y casi se desmayó. Entonces se quedó quieto en el mismo lugar. Otra vez inhaló aire. Entonces, empezó a caminar muy despacio. Antes de él llegar al fuego, el cobertizo de al lado ya estaba ardiendo en llamas. Las llamas estaban brotando de la casa y era imposible entrar al patio.

La gente acudió corriendo, pero ya no se podía hacer nada. Los vecinos comenzaron a sacar sus cosas de sus propias casas y también sacaron el ganado de sus cobertizos. Después de la casa de Iván, la de Gavrilo también ardió en llamas. Un enorme fuego que se había levantado llevó parte de las llamas al otro lado de la carretera. La mitad de la aldea se quemó totalmente.

Lo único que se salvó de la casa de Iván fue el ancianito, a quien sacaron cargado, y el resto de la familia saltó por la ventana sólo con la ropa que tenía puesta. Todo lo demás se quemó, excepto los caballos que estaban en el pasto. El ganado que estaba dentro del cobertizo se quemó, las gallinas se quemaron dentro de sus gallineros, las carretas, los arados, las gradas, las cómodas de las mujeres con todas sus ropas, el grano en el granero; en fin, todo se quemó. Se quemó por un largo tiempo... por toda la noche. Iván se paró cerca de su patio y se quedó mirándolo y diciendo:

—¡Qué es esto, amigos?! ¡Si tan sólo yo hubiera  apagado el fuego!

Cuando el techo de la casa se derrumbó, Iván se apresuró al lugar del incendio, agarró un tizón y trató de sacarlo. Las mujeres, al verlo, empezaron a llamarlo para que regresara, pero él sacó un tronco, y cuando fue a sacar el otro perdió el equilibrio y cayó en las llamas. Entonces su hijo salió corriendo y lo sacó. A Iván se le quemó su cabello y la barba; también se le quemó la ropa y en sus manos le salieron ampollas, pero él no sintió nada de eso.

La gente sólo decía:

—Su tristeza lo ha privado de sus sentidos.

El fuego se apagó, pero Iván todavía estaba allí parado, diciendo:

—¿Qué es esto, amigos? ¡Si tan sólo yo lo hubiera sacado todo a tiempo!

A la mañana siguiente, el anciano de la aldea mandó a su hijo a buscar a Iván.

—Tío Iván —dijo el muchacho—, el padre de usted se está muriendo y él lo mandó a buscar para despedirse.

Iván había olvidado todo sobre su padre y no entendió nada de lo que se le estaba diciendo.

—¿Qué padre? —dijo él—. ¿A quién mandó a buscar?

—Él lo mandó a buscar a usted para despedirse. Él está en nuestra casa, muriéndose. ¡Venga, tío Iván! —dijo el hijo del anciano halándolo por el brazo. Iván siguió al muchacho.

Mientras estaban sacando al anciano de la casa, algo de paja encendida le había caído encima, quemándolo gravemente. Entonces se lo llevaron para la casa del anciano de la aldea, en un lugar de la aldea muy distante, en donde el fuego no alcanzó.

Cuando Iván llegó donde se encontraba su padre, sólo estaba la esposa del anciano y algunos niños acostados en la cuna. El resto estaba mirando el fuego. El anciano estaba acostado en un banco, mirando hacia la puerta. Cuando su hijo Iván entró, él se conmovió un poco. La anciana fue a donde él estaba y le dijo que su hijo había llegado. Él le mandó a decir que se acercara. Iván se acercó y entonces el anciano le dijo:

—¿Qué yo te dije, querido Iván? ¿Quién quemó la aldea?

—¡Él lo hizo, padre! —le dijo Iván—. Yo lo agarré en el acto mismo. Yo lo vi con mis propios ojos pegarle fuego a los aleros. Si tan sólo yo hubiera agarrado el manojo de paja encendida y lo hubiera apagado… eso no habría acontecido.

—Iván —le dijo el anciano—, el día de mi muerte ha llegado, y tú también morirás. ¿Quién pecó?

Iván se quedó mirando a su padre fija y silenciosamente. Él no podía decir ni una sola palabra.

—Hijo, habla ante la presencia de Dios, ¿quien pecó? ¿Qué fue lo que yo te dije que hicieras?

No fue sino entonces que Iván recobró el juicio y entendió todo. Entonces, él tosió y dijo:

—¡Mía, mi querido padre! La culpa es mía.

Y cayendo en sus rodillas, ante su padre, lloró diciendo:

—¡Oh, padre, perdóneme! Yo soy el culpable ante Dios y ante usted.

—¡Gloria a Dios! ¡Gracias te doy a ti, Señor! —dijo el anciano, fijando nuevamente la vista en su hijo.

—¡Iván, mi querido Iván!

—¡Hable, mi querido padre! ¿Qué hay que hacer ahora? —Iván estaba llorando—. ¡Yo no sé cómo debemos vivir ahora, padre! —dijo él.

El anciano cerró sus ojos, como si fuera a juntar todas sus fuerzas, se mojó los labios un poco y, abriendo sus ojos, otra vez, dijo:

—Tú tendrás éxito. Mientras estés con Dios, tendrás éxito.

El anciano se quedó en silencio por un rato. Entonces, sonrió y dijo:

—Recuerda, Iván. No debes decir quién causó el fuego. Cubre la falta de tu prójimo. Perdona, de la misma forma que Dios nos lo ha ordenado.

Entonces el anciano exhaló un suspiro, se estiró y murió.

Iván nunca le dijo a nadie que Gavrilo había comenzado el incendio aquella noche.

A partir de aquel momento el corazón de Iván se suavizó para con Gavrilo. Su peor enemigo se maravilló de Iván por no haberle dicho a nadie lo referente al incendio. Al principio, Gavrilo estaba asustado de Iván, pero luego él perdió ese temor. Los hombres cesaron las risas y entonces las mujeres hicieron lo mismo también. Mientras ellos reconstruían sus casas, las dos familias vivieron bajo el mismo techo. Cuando la aldea fue construida nuevamente, y junto a ello las casas de los labradores, Iván y Gavrilo, una vez más, escogieron ser buenos vecinos.

Entonces las familias de Iván y Gavrilo vivieron amablemente, al igual que como sus padres habían vivido. Iván Shcherbacov tuvo en cuenta el mandato de su padre y la ordenanza de Dios de apagar el fuego al principio. Si alguien le hacia algún daño, él no trataba de vengarse del hombre, sino de arreglar el problema. Y si alguien se burlaba de él, entonces no respondía con palabras peores aún, sino que le enseñaba a las personas a no hablar mal de nadie.

Y eso mismo él les enseñó a las mujeres y a sus hijos que hicieran.

Así fue como Iván Shcherbacov exitosamente se afirmó sobre sus pies una vez más y empezó a llevar una vida más piadosa y prosperó como nunca antes había prosperado.